Un sillón de terciopelo verde, un hombre que lee una novela, un ventanal que da al bosque de robles, una amenaza, un relato dentro de otro que se multiplica hasta el infinito. Nos pareció una buena metáfora, un buen nombre para un taller de lectura. Además de un homenaje a Cortázar y a su magnifico cuento "Continuidad de los parques". Así que recostémonos en este cómodo sillón y comencemos nuestra tarea placentera libro en mano.

El taller de lectura "Un sillón de terciopelo verde" presente en la 37º Feria Internacional del Libro de Buenos Aires

En el marco de la Feria del Libro, la Biblioteca del Congreso de la Nación está presente con dos espacios culturales, el Bibliomóvil y la Carpa Cultural. Los talleres de Escritura y Lectura de la BCN se dictaron en estos espacios y los alumnos han visitado el Bibliomóvil realizando actividades de lectura y participando también de las clases abiertas que ofrece la biblioteca en su variado cronograma. Para más información visitar nuestra web Cultura en Movimiento
Los esperamos para disfrutar hasta el 9 de mayo inclusive de este encuentro con la literatura y el arte.
Durante la semana se realizarán lecturas públicas en este espacio con producciones de los talleristas de La piedra en el estanque, quien quiera leer puede acercarse en los siguientes días y horarios:

Jueves 05/05 y sábado 07/05 -  18:00 – 19:00    Encuentro de Poesía y Escritura – coord. Lic. Adriana Agrelo - Momentos de lectura:  leerán cuentos breves y poemas los alumnos del taller de escritura de la BCN – La piedra en el estanque . Micrófono abierto para quien quiera participar con sus textos.

Una Luz que encandila, Irma Verolín



PREMIO CIUDAD DE EL COLORADO
(Municipalidad de El Colorado- Formosa- Argentina)

El techo ajeno

Ahora que pienso en lo que me ocurrió, sólo puedo verme como a alguien que avanza por un camino hacia alguna clase de final. Pero en este caso el camino no es hacia lo largo, no se extiende chato, aplastado sobre una geografía parecida al desenlace de una película. Este es un camino que entró primero en mi pensamiento y luego se hizo carne en el mundo para convertirme en su protagonista. Digamos entonces que soy la protagonista de una muerte que no ocurrió y ahora, aquí, desde esta orilla que no alcanzó a ser más que esta orilla, pegada a lo que se conoce, adherida a la costumbre, puedo verme caminando como si no fuese yo misma, antes, ayer, hace unas semanas o no, soy la que avanza hacia el desenlace de ese camino que se inició primero en mi mente. Y ya sabemos cómo son estas cuestiones: mi mente es más grande que el mundo, de modo que resulta comprensible que me pierda en ella. Sigo perdida, sigo muy perdida allí dentro de ese lugar inmenso como si nunca hubiese tenido un cuerpo, como si nunca hubiese hecho lo que hice ayer, hace unos días o quizá unas cuántas semanas, o más, cuando emprendí un camino que buscaba su final.
No todos los caminos persiguen la chatura del horizonte y yo elegí unos de esos al subirme al techo. Ya estoy en el techo. Soy una mujer que se puso un par de pantalones viejos y una remera que da vergüenza mostrar, ando con un martillo en la mano y un envase de pegamento. Aprieto el mango del martillo y el envase de pegamento con la misma mano con la que escribo. No necesito repetirme que he subido al techo para reparar una rajadura. El mundo, ahora, que estoy sobre la alta altura de este techo plateado, promete ser muy amplio, aunque no más amplio que el panorama de mi mente. Me gusta la distancia que tienen mis ojos que, antes de subir al techo, casi se inclinaban a ras del suelo. Me gusta el aire, me gustan las copas de los árboles. Soy una mujer muy alta, soy una mujer que tiene el poder de su elevada mirada, a pesar de que llevo una ropa que da asco y el martillo se canse de que lo apriete con esta mi mano adiestrada para escribir, insisto: soy una mujer muy alta. La calle entera por delante, a los costados, la casa del vecino y el filoso edificio de departamentos en el lado opuesto. Giro mi cuerpo mientras aprieto un poco más el mango del martillo y el envase de pegamento y veo la curva perfecta que va de lado a lado, de un extremo a otro de las dos paredes laterales de mi casa. Recuerdo que a esta clase de techos en la provincia de Misiones se los llama “tinglado”. Y la palabra “tinglado” resuena en mi mente igual que si dijera “xilofón”. El aire caliente de la siesta no se apacigua. Me cuesta entender por qué aprieto con tanta fuerza el mango del martillo. Las chapas de zinc del tinglado parecen brillar más, mucho más que esta superficie de mi techo que me sostiene y me permite tratar de contener el movimiento de las copas de los árboles. Bajo la vista y veo la escalera de madera que, igual que tantas otras veces, me ayudó a subir hasta aquí, yo misma la pinté de blanco, yo misma cubrí las paredes de este patio que veo ahora también con otra blancura menos presentable. Esta manía de pretender arreglar lo que el tiempo deteriora es lo que me hace apretar el mango del martillo con una fuerza que no soy capaz de controlar. Desde este ángulo la curva del techo de zinc se ve perfecta. Las copas de los árboles también lucen perfectas. Y el aire, el aire, por supuesto, también lo es. Lo ha sido desde el principio. El aire más que nada. En mi mente yo era la misma mujer que soy ahora: más de cincuenta años, una remera sucia, un pantalón cubierto con costras de pintura y ese antiguo vacío que me empujó al alcohol, al miedo, a escaparme del mundo. Quiero quedarme sobre este techo plateado para siempre y quiero que la palabra “siempre” permanezca tan perfecta al ser pronunciada como lo es en todos los espacios de mi mente. Si la palabra “siempre” es perfecta, no lo es menos el techo del vecino, ese tinglado de curvatura inalterable. Nadie vive ya bajo ese techo, lo vendieron todo y hace meses que no se ve entrar ni salir a ninguna persona por la puerta ancha de lo que se ha convertido en un corralón deshabitado. Si el aire me roza con mayor fervor en esta altura, cuánto más intenso será si me atrevo a caminar sobre aquella otra curva hecha de zinc y brillos. Doy un salto breve, demasiado escueto, cruzo la línea y ahora piso las tejas rojas de la casa del costado y llegando al extremo hago pie sobre el borde de zinc por primera vez. Llegué al otro lado, llegué por fin: soy una auténtica pionera. Camino, parece increíble pero estoy caminando. Avanzo en un delicado equilibrio que apenas se sostiene a sí mismo. Una vez, hace muchos, muchos años, bajo la carpa de un circo en el baldío de mi barrio, en Floresta, una mujer caminó por el aire. Todavía la veo con un vestido de tul deslizándose y aún hoy quiero creer que no se apoyaba en una cuerda delgada que iba de lado a lado, de extremo a extremo persiguiendo el aliento de un dragón. De pronto, yo que estoy tan abajo, siento que los aplausos me devuelven el hilo finito de mi propia respiración. Yo podría haber sido esa mujer en el interior de mi cabeza. Al día siguiente volví y ya no había nada, el baldío mostró su condición de tal no bien deshicieron la carpa y, con la carpa, la mujer que caminaba por el aire también había desaparecido.
Qué ancho se ve el mundo sobre este tinglado de plata, tal vez más ancho que mi cabeza destartalada, igual que en aquellos sueños que supe tener a los seis años poco antes de la muerte de mamá: viene la oscuridad de repente y yo empiezo a caer por un abismo y, antes de chocar contra alguna clase de fondo, me despierto para demostrarme a mí misma que existe el otro lado, que la muerte es ese sueño, o ese sobresalto, que se destruye fácilmente con la buena voluntad de mantener los ojos bien abiertos. La noche sigue avanzando sobre su propia oscuridad y yo continúo teniendo seis años y el resto es nada o el silencio y la gracia celestial de haberme salvado de chocar contra el fondo del abismo. Pero los abismos no tienen fondo, sólo tienen abismo. Aquellos sueños que se repitieron hasta el cansancio se interrumpieron dos años después, cuando murió mi padre.
Ahora voy hacia el punto más alto de la curva del techo de zinc que, a su vez, quizá copiando la estructura del átomo, se hunde y sobresale en cada canaleta. Imagino la lluvia cayendo aquí cuando arrecia y se empecina en empapar el mundo, me imagino en cualquier parte y entonces nada, nada, nada, nada. No puedo saber que soy yo la que desaparezco. Silencio. Silencio constante. Sólo silencio. Silencio.
Ahora hay un blanco como de sol dando de lleno sobre los ojos. Mis ojos o los de cualquiera, la ceguera absoluta que da la luz cuando sólo es luz y ninguna otra cosa se le opone. Y sin oposición no hay mundo ni cuerpos que sepan que llevan detrás su sombra. La luz, tan absorta en su totalidad se inunda de sí misma y empieza a tragarse y a tragarse para que el futuro la convierta inevitablemente en un agujero negro.
Nada, yo no estoy en ninguna parte. Nadie sabe de mí, ni recuerdo quién he sido. Entonces, ahora, estoy abriendo mis ojos, me encuentro cubierta por la oscuridad de un techo curvo. Pero quizá, deba decir que esto no es exactamente la oscuridad. Digamos que es gris. El lugar es un lugar vacío, un lugar gris, un lugar para nadie. El gris es una tonalidad mucho más absoluta que la oscuridad o la luz ¿Qué hago aquí? Intento levantarme del piso y la pierna derecha se resiste, a pesar de eso alcanzo a ponerme en pie. Lo primero que se me ocurre es que estoy dentro de un sueño. Me pellizco. No, esto no es un sueño, lo gris que me rodea está hablando de la realidad. No conozco este lugar, sin embargo sé que soy yo, una mujer sucia con ropa gastada, llena de costras, una mujer que aprieta todavía el mango de un martillo. Esto no es un sueño, me dice ahora la voz de otra mujer que está dentro de mi cabeza. Quiero llegar hasta la voz de esa mujer, pero el interior de mi cabeza se me hace tan lejano, más lejano que este sitio gris, desconocido. Me duele mucho la pierna derecha, con esfuerzo logro sentarme sobre el piso de pórtland, siento un líquido pegajoso en algunas partes de mi cuerpo. Apenas puedo mover la pierna derecha y sin embargo me pongo de pie nuevamente. El rectángulo de pórtland es apenas un poco más extenso que la largura de mi cuerpo. Me siento suspendida en el aire por un rectángulo de pórtland gris sobre la grisura del abismo, como en el final de la película Star War. Camino un poco y compruebo que para salir de este rectángulo no hay escalera, apenas una que está demasiado alejada, una de esas escaleras de madera que sirven para cualquier cosa menos para escapar de un rectángulo de pórtland como este. Entonces parpadea en mi mente una noción difusa y lo último que hice antes de recordarme aquí flota y enseguida se desvanece. Yo era una mujer que caminaba sobre un techo plateado. Miro hacia arriba y veo un agujero y a través del agujero, el aire y la luz que ayudan a que esta tiniebla sea gris y no completamente negra. Pienso: mi cuerpo al traspasar el techo hizo que esta oscuridad se volviera gris. Pero de todos modos no puedo asociar mis pasos con ningún acontecimiento, el agujero en el techo ni mi cuerpo caído, todo está suelto, deshilvanado dentro de mi cabeza, nada se eslabona con nada, ni siquiera apretando mis pensamientos unos a otros dentro de la vastedad de mi cabeza. Ni por asomo me animo a creer que este cuerpo que apenas puede moverse, es el mismo cuerpo de la mujer que se sentía plena sobre un techo de plata.
Me arrastro por el borde de esta plancha de pórtland y no encuentro manera de bajar. Qué hago, Dios mío, qué hago. Allí hay una ventana. ¡Una ventana! Y la ventana, aunque resulte increíble, tiene una persiana y la persiana, una manivela que mi mano pueda mover. Levanto la cortina y grito hacia la calle. Confusamente me doy cuenta de que la calle que estoy viendo es la de la esquina de mi casa y que el hombre que está en el negocio es el guardia del supermercado de los chinos. Grito, pido ayuda y la cara que el hombre me devuelve, al ver mi cara, tiene un gesto de espanto.
-¿Qué hace usted allí?- me pregunta.
Y yo le contesto:
-No sé.
Enseguida sale la dueña del negocio. Alcanzo a percibir que me mira con asombro: tiene los ojos estirados que tienen todos los chinos, aún así en ese estiramiento se acurruca el horror mientras me mira. Dice que no puede localizar a los antiguos dueños, que el galpón está abandonado. La palabra “galpón” resuena en mí, apretada, oscura, nada tiene en común con el techo plateado ni con la mujer que hacía equilibrios en el aire. Poco a poco la calle se llena de gente. Vienen a mirarme a mí, una mujer asomada en una ventana ajena. Una mujer que tiene la mitad del rostro desdibujado, aunque yo todavía no lo sepa. No, yo no lo sé, yo sólo miro sin ver. Y la calle está llena de gente, mis vecinos. Suenan las sirenas, la de la policía, la de los bomberos, la de la asistencia pública. Asomada a la ventana hablo con ellos sin ver a nadie en realidad, digo cosas que ya no recuerdo. Me doy cuenta de que con la mano sigo apretando el martillo y el envase de pegamento que no ya están en mi mano. Nunca hasta entonces tanta gente me estuvo mirando con esa expresión ceremonial, los ojos grandes, las cabezas inclinadas hacia arriba donde yo estoy sin saber que estoy. Soy una aparecida en un sitio abandonado, en un sitio imprevisto. Qué extraño. Los hombres que ahora entran por la ventana dicen o gritan informándole a alguien que está en otro sitio:
-Es una mujer con múltiples contusiones que cayó de una altura de cuatro metros. Entonces me parece que por primera vez comprendo de verdad que todo se reduce a una caída. Una vecina se ríe y yo la reto desde mi privilegiada altura, le digo que no debe reírse, que esto es serio, que está mal que se ría de mí. Los hombros de la vecina suben y bajan, creo que está llorando.
Las voces de los bomberos son cálidas, insistentes, tratan de tranquilizarme, dicen que no va a resultar fácil sacarme por allí. Digo: Cierro mis ojos, pero en realidad cierro uno solo, porque el derecho sigue cerrado contra mi voluntad. Los bomberos me aconsejan que cierre los ojos. Justo, lo mismo que la voz en mi cabeza me había dicho antes. Empiezo a rezar sin que salga mi voz y mi voz se repliega y repercute en el inmenso interior de mi cabeza. Mi voz es más poderosa que la vasta amplitud de mi cabeza. Nadie la escucha. Mi voz es sólo para mí, ahora, que unas manos me sujetan los cabellos, las sienes y me amarran a algo fijo, algo como una dura tabla de madera que tiene la largura de mi cuerpo. También los brazos y esa pierna que parece no formar parte de mí. Estoy sujeta por todas partes y de pronto mi cuerpo cae perpendicularmente. De repente noto que olvidé el martillo y el envase de pegamento y quiero recuperarlos, pero es tarde. La voz de un bombero me dice que piense en mí, que me olvide del martillo. Repite: “Señora, piense en usted” Qué extraño que alguien diga eso, que me lo diga a mí. Tengo experiencia en crueldades, dice una voz que está dentro de un sueño que se repliega a su vez en un rincón de mi interminable cabeza. Mi cuerpo está sujeto a una firmeza inesperada y siento que sigo cayendo en forma vertical por una cavidad que se desplaza. Es una cavidad pequeña, ya no hay voces. Sólo el sonido de una sirena que avanza conmigo, larga y renovada, así todas las voces de mi cabeza se van disolviendo en ese sonido hecho de vacío y plenitud.
Llevo conmigo una imagen: aquel agujero en el techo visto desde el otro lado y la dulzura del tono de voz de los bomberos y el roce del mango de mi martillo y la aspereza del pórtland. Alguien dice: “Puede haber daño cerebral además de las múltiples contusiones y posibles huesos rotos.”
Ahora mi cuerpo sujetado se desplaza con una rapidez inmejorable. Olor a hospital. Recuerdo los hospitales, el de mi madre, el de mi padre, el de mi marido en la frontera. ¿La frontera con el Brasil donde viví casi un año fue algo parecido a un tinglado de plata? Cada atardecer mi marido atravesaba el campo y traía el guardapolvos embarrado. Los hospitales son espacios fuera del tiempo, repite la voz que permanece dentro de mi cabeza. Estuve inconsciente varias horas, dice en forma de eco la voz. Hospitales, sitios blancos, con eterna luz artificial donde nace y muere gente, donde muere y nace gente sin cesar con una suavidad espeluznante. La desesperación del mundo se cobija bajo el elástico duro de las camas de los hospitales.
Estoy en el lugar “A” de la guardia de este hospital, eso dicen. He pasado a convertirme en la multicontusionada de la unidad “A”, soy, secretean sin mucho disimulo, “la loca que caminaba por los techos”. No puedo creer que mi cuerpo haya creado un agujero sobre la superficie plateada. Los médicos me hacen preguntas y de pronto milagrosamente descubro que entre la mujer que pisaba las canaletas de plata de zinc y la que despertó en aquel sitio gris no hay enlace, no hay memoria. Sólo hay un agujero que no puede ser llenado con palabras. Dos mujeres diferentes se hacen presentes en el interior de mi cabeza. Viene una enfermera, me mira y en su gesto percibo el horror. “Tiene la cara deformada del lado derecho”, me dice. Me destapa y con una tijera abre en dos mi camiseta vieja y mis pantalones duros de costras de pintura. No llevo reloj, no tengo llaves, ni bombacha ni corpiño. Estoy desnuda y entonces veo sangre, machucones, moretones y una pierna que perdió su capacidad de ser pierna. El lado derecho de mi cuerpo no existe, se quedó colgado en el techo de zinc como una guirnalda de carnaval. Pero allí está mi pie, lo veo, lo distingo perfectamente al final de la camilla. Le pido por favor a un enfermero que lo coloque al lado del otro pie que sí respira y se reconoce mío para que no cuelgue del borde de la camilla como si quisiera escaparse de mí, o intentase regresar con la mujer que caminaba sobre el techo.
Tengo sed. Pido agua. Me dicen que no puedo beber. Al rato alguien trae para mí un cono traslúcido de plástico con un cilindro delgado que entra en la vena de mi brazo.
En el recinto “B” hay una niña que se lastimó un ojo con no sé qué extraño artefacto. La niña llora y su llanto me parte el alma, no la veo, sólo veo mis dos pies: el que respira conmigo y el otro cuya sombra sigue colgada del techo. Grito: “No hagan llorar a esa nena” No me escuchan, pero la voz de una médica dice: “Es la loca de la sección “A” que está diciendo estupideces.”
Vienen dos enfermeros. Me manipulan. Mi cuerpo flota en un agua densa, el agua del mundo hecha de voces y tropiezos. Mi pie derecho camina ahora junto al cuerpo diminuto de la mujer de tul bajo la carpa de circo en el descampado de Floresta. Flota en el aire mi pie derecho cerca de las copas de los árboles. Viento, viento para los árboles y para mi pie que se niega a respirar y a obedecer voluntades.
La voz de alguien en algún rincón de la guardia hace mención a mí: no sé qué andaba haciendo ésa por los techos. La loca, la que soy yo fuera del escenario impresionante del interior de mi cabeza, que ahora se ha replegado y mira con curiosidad una sola imagen: el círculo imperfecto de un techo gris agujereado. Ese agujero tiene la forma de mi cuerpo que ya no está allí, pero por lo visto no está aquí tampoco, ni en ninguna otra parte.
Una voz de hombre me pide un número telefónico para avisar a la familia. La palabra “familia” es demasiado pesada para flotar en el interior de mi cabeza. Cae en mi memoria del mismo modo en que un cuerpo se estrella contra Dios sabe qué y sigue cayendo. ¿Avisar? Sí, lo que le pasó a usted. ¿Avisar a quién? Estoy desnuda bajo una manta frágil y una voz de hombre habla de alguien que me conozca, alguien que sepa algo de esa mujer que fui antes de que mi pierna derecha se convirtiera en un fantasma.
Los números son demasiado perfectos, son señales absolutas que refuerzan y niegan el mundo interminablemente. Mi cabeza aún resguarda algunos números en su confiado interior. Puedo apoyarme en esos recuerdos con cierta vaguedad, me consuela tenerlos almacenados igual que a un tesoro junto a la imagen por fin inalterable de un agujero imperfecto sobre un techo gris por dentro. Y lo que no deja de sorprenderme es que el plateado reluciente de afuera tuviera un revés de insoportable color gris. Mi cuerpo atravesó una distancia impensada. Mi cuerpo está aquí sobre una camilla en el receptáculo “A”, aunque lo no está del todo. Este extraño compañero de vida, cuerpo mío, ha mostrado las endebles costuras que lo sujetaban al interior de mi cabeza. Y no es la primera vez que intuyo esto, yo ya lo sospechaba. Lo sospeché en aquel hospital donde mi madre abría y cerraba su boca desesperadamente, lo sospeché cuando los militares agarraban otros cuerpos para hacerlos desaparecer, lo sospeché siempre, pero esta vez tengo las pruebas: mi pierna y mi pie derecho lo están gritando. Qué manera de hablar tan poco sosegada. Acaban de entrar a la guardia otra mujer y un hombre extranjero a quien la médica que me calificó de loca está retando porque no tiene la visa ni los papeles en regla.
Me mueven, siento y escucho el ruido de las máquinas que echan pequeños relámpagos sobre mi cabeza. Mi ojo derecho continúa bien cerrado. Inesperadamente viene a mí el recuerdo del bisabuelo que llegó en un barco desde Italia a la Argentina cien años atrás. Trajo para mí el apellido y el alcoholismo, me apropié de los dos. No hay recuerdo, no lo conocí, se trata de una memoria falsa.
-¿Qué estaba haciendo usted sobre el techo?- dice una voz con tono más de intriga que de reproche.
No puedo recordar. Entre la mujer que camina sobre el techo y la que despierta varias horas después en el piso de pórtland no hay conexión. Era tan suave la caminata de mis pies sobre el tinglado o ese espacio hecho de vaguedad, que hizo nacer dos mujeres diferentes dentro de mi cabeza. Una completa desmemoria, no tengo registro de la caída, en realidad no caí, me desdoblé, una parte de mí continúa haciendo equilibrios sobre las canaletas de zinc.
Sé que pronto veré la cara de un pariente o un amigo que vendrá a buscarme, pero mientras tanto soy una suerte de torpe metáfora de este país al que llegó mi bisabuelo cien años atrás: Soy alguien que ya no reconoce a su cuerpo, un agujero sobre un techo o la sombra de un cuerpo, sólo una voz que repercute en la inmensidad de esta interminable cabeza y un espacio definitivamente en blanco donde lo que sucedió no ha dejado rastros. Además todavía nadie viene a buscarme, nadie me llama por mi nombre en este sector “A” de la guardia. Espero que alguien venga a reconocerme, que alguien diga mi nombre. Espero que el sonido de una palabra que me designe cubra esta blancura de hospital. Quiero creer que después saldré de aquí y pasará el tiempo. Es natural, tiene que ocurrir. Van a olvidarse de mí los enfermeros, los doctores y hasta los vecinos dejarán de hablar de este incidente. Y los dolores irán cediendo y mi cara volverá a tener sus dos mitades casi idénticas. Los días se encimarán unos después de otros, dos o tres albañiles cubrirán el agujero que creó mi cuerpo al traspasar el techo con alguna plancha plástica. Es lento el tiempo en momentos así, dicen que la mente se aletarga para no perder detalle y defenderse, pero yo pierdo todos los detalles y sólo me queda la sensación de tiempo paralizado. Sólo eso me queda y el eco creado por un agujero enorme en el interior de mi cabeza, como si la hubieran vaciado por dentro y esa inmensidad se preparara para abrirse paso y devorarse la promesa de un Universo que no aparecerá. Quiero creer también que se han enterado de lo que me ha ocurrido y vendrán por mí. De todos modos, pase lo que pase, siempre me quedará como refugio el interior de mi cabeza, un espacio vacío en el que los propios pensamientos amagan con crecer y cobrar cuerpo, un espacio demasiado ancho para la vida. No sé por qué, algo me dice que el tiempo se me hará más largo aún en este lugar donde ya casi no hay sonidos y empezaron a faltar los colores, donde se resbalaron las palabras, donde nadie aún ha dicho mi nombre.

Irma Verolín
Escritora nacida en la ciudad de Buenos Aires, lugar donde reside.

Libros publicados:
* Hay una nena que gira (cuentos)
* La escalera del patio gris (cuentos)
* Una luz que encandila (cuentos)
* El puño del tiempo (novela)
* La gata sobre el teclado (literatura infantil-Editorial Alfaguara)
* La lluvia sobre el mundo (literatura infantil-Editorial El Ateneo)
* El misterio del loro (literatura infantil)
* Inéditas
* El camino de las araucarias (novela-1º premio Internacional de novela Mercosur)
* La mujer invisible (novela- Primer Premio Municipal Eduardo Mallea)

Fuente : http://anatomoi.blogspot.com
Comentarios sobre el libro por Marta Ortiz

Isabel Allende, Cuentos de Eva Luna

Boca de sapo


Eran tiempos muy duros en el sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde las estaciones están cambiadas y el invierno no ocurre en Navidad, como en las naciones cultas, sino en la mitad del año, como en las regiones bárbaras. Piedra, coirón y hielo, extensas llanuras que hacia Tierra del Fuego se desgranan en un rosario de islas, picachos de cordillera nevada cerrando el horizonte a lo lejos, silencio instalado allí desde el nacimiento de los tiempos e interrumpido a veces por el suspiro subterráneo de los glaciares deslizándose lentamente hacia el mar. Es una naturaleza áspera, habitada por hombres rudos. A comienzos del siglo no había nada allí que los ingleses pudieran llevarse, pero obtuvieron concesiones para criar ovejas. En pocos años los animales se multiplicaron en tal forma que de lejos parecían nubes atrapadas a ras del suelo, se comieron toda la vegetación y pisotearon los últimos altares -U las culturas indígenas. En ese lugar Hermelinda se ganaba la vida con juegos de fantasía.
En medio del páramo se alzaba, como una torta abandonada, la gran casa de la Compañía Ganadera, rodeada por un césped absurdo, defendido contra los abusos del clima por la esposa del administrador, quien no pudo resignarse a vivir fuera del corazón del Imperio Británico y siguió vistiéndose de gala para cenar a solas con su marido, un flemático caballero sumido en el orgullo de obsoletas tradiciones. Los peones criollos vivían en las barracas del campamento, separados de sus patrones por cercas de arbustos espinudos y rosas silvestres, que intentaban en vano limitar la inmensidad de la pampa y crear para los extranjeros la ilusión de una suave campiña inglesa.
Vigilados por los guardias de la gerencia, atormentados por el frío y sin tomar una sopa casera durante meses, los trabajadores sobrevivían a la desventura, tan desamparados como el ganado a su cargo. Por las tardes no faltaba quien cogiera la guitarra y entonces el paisaje se llenaba de canciones sentimentales. Era tanta la penuria de amor, a pesar de la piedra lumbre puesta por el cocinero en la comida para apaciguar los deseos del cuerpo y las urgencias del recuerdo, que los peones yacían con las ovejas y hasta con alguna foca, si se acercaba a la costa y lograban cazarla. Esas bestias tienen grandes mamas, como senos de madre, y al quitarles la piel, cuando aún están vivas, calientes, palpitantes, un hombre muy necesitado puede cerrar los ojos e imaginar que abraza a una sirena. A pesar de estos inconvenientes los obreros se divertían más que sus patrones, gracias a los juegos ¡lícitos de Hermelinda.
Ella era la única mujer joven en toda la extensión de esa tierra, aparte de la dama inglesa, quien sólo cruzaba el cerco de las rosas para matar liebres a escopetazos y en esas ocasiones apenas se alcanzaba a vislumbrar el velo de su sombrero en medio de una polvareda de infierno y un clamor de perros perdigueros. Hermelinda, en cambio, era una hembra cercana y precisa, con una atrevida mezcla de sangre en las venas y muy buena disposición para festejar. Había escogido ese oficio de consuelo por pura y simple vocación, le gustaban casi todos los hombres en general y muchos en particular. Entre ellos reinaba como una abeja emperatriz. Amaba en ellos el olor del trabajo y del deseo, la voz ronca, la barba de dos días, el cuerpo vigoroso y al mismo tiempo tan vulnerable en sus manos, la
índole combativa y el corazón ingenuo. Conocía la ilusoria fortaleza y la debilidad extrema de sus clientes, pero de ninguna de esas condiciones se aprovechaba, por el contrario, de ambas se compadecía. En su brava naturaleza había trazos de ternura maternal y a menudo la noche la encontraba cosiendo parches en una camisa, cocinando una gallina para algún trabajador enfermo o escribiendo cartas de amor para novias remotas. Hacía su fortuna sobre un colchón relleno con lana cruda, bajo un techo de cinc agujereado, que producía música de flautas y oboes cuando lo atravesaba el viento. Tenía las carnes firmes y la piel sin mácula, se reía con gusto y le sobraban agallas, mucho más de lo que una oveja aterrorizada o una pobre foca sin cuero podían ofrecer. En cada abrazo, por breve que fuera, ella se revelaba como una amiga entusiasta y traviesa. La fama de sus sólidas piernas de jinete y sus pechos invulnerables al uso había recorrido seiscientos kilómetros de provincia agreste y sus enamorados viajaban de lejos para pasar un rato en su compañía. Los viernes llegaban galopando desaforados desde extremos tan apartados, que las bestias, cubiertas de espuma, caían desmayadas. Los patrones ingleses prohibían el consumo de alcohol, pero Hermelinda se las arreglaba para destilar un aguardiente clandestino con el que mejoraba el ánimo y arruinaba el hígado de sus huéspedes, y que también servía para encender sus lámparas a la hora de la diversión. Las apuestas comenzaban después de la tercera ronda de licor, cuando resultaba imposible concentrar la vista o agudizar el entendimiento.
Hermelinda había descubierto la manera de obtener beneficios seguros sin hacer trampas. Aparte de los naipes y los dados, los hombres disponían de varios juegos y siempre el premio único era su persona. Los perdedores le entregaban su dinero y quienes ganaban también se lo daban, pero obtenían el derecho de disfrutar un rato muy breve en su compañía, sin subterfugios ni preliminares, no porque a ella le faltara buena voluntad, sino porque no disponía de tiempo para dar a todos una atención más esmerada. Los participantes en la Gallina ciega se quitaban los pantalones, pero conservaban los chalecos, los gorros y las botas forradas en piel de cordero, para defenderse del frío antártico que silbaba entre los tablones. Ella les vendaba los ojos y comenzaba la persecución. A veces se formaba tal alboroto que las risas y los jadeos cruzaban la noche más allá de las rosas y llegaban a oídos de los ingleses, quienes permanecían impasibles, fingiendo que se trataba sólo del capricho del viento en la pampa, mientras continuaban bebiendo con parsimonia su última taza de té de Ceylán antes de irse a la cama. El primero que le ponía la mano encima a Hermelinda lanzaba un cacareo exultante y bendecía su buena suerte, mientras la aprisionaba en sus brazos. El Columpio era otro de los juegos. La mujer se sentaba sobre una tabla colgada del techo por dos cuerdas. Desafiando las miradas apremiantes de los hombres, flexionaba las piernas y todos podían ver que nada llevaba bajo sus enaguas amarillas. Los jugadores ordenados en fila, tenían una sola oportunidad de embestirla y quien lograba su objetivo se veía atrapado entre los muslos de la bella, en un revuelo de enaguas, balanceado, remecido hasta los huesos y finalmente elevado al cielo. Pero muy pocos lo conseguían y la mayoría rodaba por el suelo entre las carcajadas de los demás.
En el juego de El Sapo un hombre podía perder en quince minutos la paga del mes. Hermelinda dibujaba una raya de tiza en el suelo y a cuatro pasos de distancia trazaba un amplio círculo, dentro del cual se recostaba, con las rodillas abiertas’ sus piernas doradas a la luz de las lámparas de aguardiente’ Aparecía entonces el
oscuro centro de su cuerpo, abierto como una fruta, como una alegre boca de sapo, mientras el aire del cuarto se volvía denso y caliente. Los jugadores se colocaban detrás de la marca de tiza y lanzaban buscando el blanco. Algunos eran expertos tiradores, de pulso tan seguro que podían detener un animal despavorido en plena carrera lanzándole entre las patas dos boleadoras de piedra atadas por una cuerda, pero Hermelinda tenía una manera imperceptible de escamotear el cuerpo, de escabullirse para que en el último instante la moneda perdiera el rumbo. Las que aterrizaban dentro del círculo de tiza, pertenecían a la mujer. Si alguna entraba en la puerta, otorgaba a su dueño el tesoro del sultán, dos horas detrás de la cortina a solas con ella, en completo regocijo, para buscar consuelo por todas las penurias pasadas y soñar con los placeres del paraíso. Decían, quienes habían vivido esas dos horas preciosas, que Hermelinda conocía antiguos secretos amorosos y era capaz de conducir a un hombre hasta los umbrales de su propia muerte y traerlo de vuelta convertido en un sabio.
Hasta el día en que apareció Pablo, el asturiano, muy pocos habían ganado ese par de horas prodigiosas, aunque varios habían disfrutado algo similar, pero no por unos céntimos, sino por la mitad de su salario. Para entonces ella había acumulado una pequeña fortuna, pero la idea de retirarse a una vida más convencional no se le había ocurrido todavía, en verdad disfrutaba mucho de su trabajo y se sentía orgullosa de los chispazos felices que podía ofrecerle a los peones. Pablo era un hombre enjuto, de huesos de pollo y manos de infante, cuyo aspecto físico se contradecía con la tremenda tenacidad de su temperamento. Al lado de la opulenta y jovial Hermelinda, él parecía un mequetrefe enfurruñado, pero aquellos que al verlo llegar pensaron que podían reírse un rato a su costa, se llevaron una sorpresa desagradable. El pequeño forastero reaccionó como una víbora a la primera provocación, dispuesto a batirse con quien se le pusiera por delante, pero la trifulca se agotó antes de comenzar, porque la primera regla de Hermelinda era que bajo su techo no se peleaba. Una vez establecida su dignidad, Pablo se sosegó. Tenía una expresión decidida y algo fúnebre, hablaba poco y cuando lo hacía quedaba en evidencia su acento de España. Había salido de su patria escapando de la policía y vivía del contrabando a través de los desfiladeros de los Andes. Hasta entonces había sido un ermitaño hosco y pendenciero, que se burlaba del clima, las ovejas y los ingleses. No pertenecía en ningún lado y no reconocía amores ni deberes, pero ya no era tan joven y la soledad se le estaba instalando en los huesos. A veces despertaba al amanecer sobre el suelo helado, envuelto en su negra manta de Castilla y con la montura por almohada, sintiendo que todo el cuerpo le dolía. No era un dolor de músculos entumecidos, sino de tristezas acumuladas y de abandono. Estaba harto de deambular como un lobo, pero tampoco estaba hecho para la mansedumbre doméstica. Llegó hasta esas tierras porque oyó el rumor de que al final del mundo había una mujer capaz de torcer la dirección del viento, y quiso verla con sus propios ojos. La enorme distancia y los riesgos del camino no lograron hacerlo desistir y cuando por fin se encontró en la bodega y tuvo a Hermelinda al alcance de la mano, vio que ella estaba fabricada de su mismo recio metal y decidió que después de un viaje tan largo no valía la pena seguir viviendo sin ella. Se instaló en un rincón del cuarto a observarla con cuidado y a calcular sus posibilidades.
El asturiano poseía tripas de acero y pudo ingerir varios vasos del licor de Hermelinda sin que se le aguaran los ojos. No aceptó quitarse la ropa para La
Ronda de San Miguel, para el Mandandirun-dirun-dán ni para otras competencias que le parecieron francamente infantiles, pero al final de la noche, cuando llegó el momento culminante del Sapo, se sacudió los resabios del alcohol y se incorporó al coro de hombres en torno del círculo de tiza. Hermelinda le pareció hermosa y salvaje como una leona de las montañas. Sintió alborotársele el instinto de cazador y el vago dolor del desamparo, que le había atormentado los huesos durante todo el viaje, se le convirtió en gozosa anticipación. Vio los pies calzados con botas cortas, las medias tejidas sujetas con elásticos bajo las rodillas, los huesos largos y los músculos tensos de esas piernas de oro entre los vuelos de las enaguas amarillas y supo que tenía una sola oportunidad de conquistarla. Tomó posición, afirmando los pies en el suelo y balanceando el tronco hasta encontrar el eje mismo de su existencia, y con una mirada de cuchillo paralizó a la mujer en su sitio y la obligó a renunciar a sus trucos de contorsionista. O tal vez las cosas no sucedieron así, sino que fue ella quien lo escogió entre los demás para agasajarlo con el regalo de su compañía. Pablo aguzó la vista, exhaló todo el aire del pecho y después de unos segundos de concentración absoluta, lanzó la moneda. Todos la vieron hacer un arco perfecto y entrar limpiamente en el lugar preciso. Una salva de aplausos y silbidos envidiosos celebró la hazaña. Impasible, el contrabandista se acomodó el cinturón, dio tres pasos largos al frente, cogió a la mujer de la mano y la puso de pie, dispuesto a probarle en dos horas justas que ella tampoco podría ya prescindir de él. Salió casi arrastrándola y los demás se quedaron mirando sus relojes y bebiendo, hasta que pasó el tiempo del premio, pero ni Hermelinda ni el extranjero aparecieron. Transcurrieron tres horas, cuatro, toda la noche, amaneció y sonaron las campanas de la gerencia llamando al trabajo, sin que se abriera la puerta.
Al mediodía los amantes salieron del cuarto. Pablo no cruzó ni una mirada con nadie, partió a ensillar su caballo, otro para Hermelinda y una mula para cargar el equipaje. La mujer vestía pantalón y chaqueta de viaje y llevaba una bolsa de lona repleta de monedas atada a la cintura. Había una nueva expresión en sus ojos y un bamboleo satisfecho en su trasero memorable. Ambos acomodaron con parsimonia los bártulos en el lomo de los animales, se subieron a los caballos y echaron a andar. Hermelinda hizo una vaga señal de despedida a sus desolados admiradores y siguió a Pablo, el asturiano, por las llanuras peladas, sin mirar hacia atrás. Nunca más regresó.
Fue tanta la consternación provocada por la partida de Hermelinda, que para divertir a sus trabajadores la Compañía Ganadera instaló columpios, compró dardos y flechas para tiro al blanco e hizo traer de Londres un enorme sapo de loza pintada con la boca abierta, para que los peones afinaran la puntería lanzándole monedas; pero ante la indiferencia general, estos juguetes acabaron decorando la terraza de la gerencia, donde los ingleses aún los usan para combatir el tedio al atardecer.

Sombras sobre vidrio esmerilado. Juan José Saer.


¡Qué complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo! Ahora estoy sentada en
el sillón de Viena, en el living, y puedo ver la sombra de Leopoldo que se
desviste en el cuarto de baño. Parece muy sencillo al pensar "ahora", pero al
descubrir la extensión en el espacio de, ese "ahora", me doy cuenta enseguida de
la pobreza del recuerdo. El recuerdo es una parte muy chiquitita de cada
"ahora", y el resto del "ahora" no hace más que aparecer, y eso muy pocas veces,
y de un modo muy fugaz, como recuerdo. Tomemos el caso de mi seno derecho. En el
ahora en que me lo cortaron, ¿cuántos otros senos crecían lentamente en otros
pechos menos gastados por el tiempo que el mío? Y en este ahora en el que veo la
sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose sobre los vidrios de la puerta del
cuarto de baño y llevo la mano hacia el corpiño vacío, relleno con un falso seno
de algodón puesto sobre la blanca cicatriz, ¿cuántas manos van hacia cuántos
senos verdaderos, con temblor y delicia? Por eso digo que el presente es en gran
parte recuerdo y que el tiempo es complejo aunque a la luz del recuerdo parezca
de lo más sencillo.

Soy la poetisa Adelina Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores? Tengo cincuenta y
seis años y he publicado tres libros: El camino perdido, Luz a lo lejos y La
dura oscuridad. Ahora veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose
agrandada sobre el vidrio de la puerta del baño. La puerta no da propiamente al
living, sino a una especie de antecámara, y solamente por casualidad, porque
está más cerca de la puerta de calle, que he dejado abierta para tomar aire, he
traído el sillón de Viena a este lugar y estoy hamacándome lentamente en él. El
sillón de Viena cruje levemente. No podía soportar mi cuarto, y no únicamente
por el calor. Por eso vine aquí. Es difícil soportar encerrada entre libros
polvorientos los atardeceres de este terrible enero. Susana ha salido. No sale
nunca, pero hoy dijo que su pierna derecha le dolía y pidió turno para el
médico. Así que está afuera desde las seis. Hamacándome lentamente veo cómo
Leopoldo se desabrocha con cuidado la camisa, se la saca, y después se da vuelta
para colgarla de la percha del baño. Ahora comienza a desabrocharse el pantalón.
Advierto que tengo la mano sobre el puñado de algodón que le da forma al corpiño
en la parte derecha de mi cuerpo, y bajo la mano. He visto crecer y cambiar
ciudades y países como a seres humanos, pero nunca he podido soportar ese cambio
en mi cuerpo. Ni tampoco el otro: porque aunque he permanecido intacta, he visto
con el tiempo alterarse esa aparente inmutabilidad. Y he descubierto que muchas
veces es lo que cambia en una lo que le permite a una seguir siendo la misma. Y
que lo que permanece en una intacto, puede cambiarla para mal. La sombra de
Leopoldo se proyecta sobre el vidrio esmerilado, de un modo extraño, moviéndose,
ahora que Leopoldo se inclina para sacarse el pantalón, encorvándose para
desenfundar una pierna primero, irguiéndose al conseguirlo, y volviéndose a
encorvar para sacar la otra, irguiéndose otra vez enseguida.

("Sombras" "Sombras sobre" "Cuando una sombra sobre un vidrio veo" No.) Ese
chico, ¿cómo se llamaba? Tomatis. Él me dijo una vez lo que piensa de mí, en la
mesa redonda sobre la influencia de la literatura en la educación de la
adolescencia. Yo no quería estar en ese escenario de la universidad. Pero vino
el editor y me dijo: "¿No te parece que si te presentaras más seguido en público
para exponer tus puntos de vista La dura oscuridad podría salir un poco más,
Adelina?" Así que me vi sentada en el escenario frente a la sala llena. Había
cientos de caras que me miraban esperando que yo diera mi opinión, en ese salón
frío y lleno de ecos. Tomatis estaba sentado en el otro extremo de la mesa. Hice
una corta exposición, aunque la presencia de toda esa gente expectante me
inhibía mucho. (Leopoldo acomoda cuidadosamente el pantalón, sosteniéndolo desde
las botamangas, con el brazo alzado para conservar la raya. Después lo dobla y
comienza a pasarlo por el travesaño de una percha: lo veo.) Cuando terminé de
hablar, Tomatis se echó a reír. "La señorita Flores dijo, riéndose y poniéndose
como pensativo ha dicho hermosas palabras sobre la condición de los seres
humanos. Lástima que no sean verdaderas. Digo yo, la señorita Flores, ¿ha estado
saliendo últimamente de su casa?" Los cientos de personas que estaban sentadas
contemplándonos se echaron a reír. Yo no dije una palabra más; y cuando terminó
la mesa redonda y fuimos a la comida que nos ofreció la universidad, Tomatis se
sentó al lado mío. Se lo pasó todo el tiempo charlando y riendo, fumando y
tomando vino. Y en un aparte se volvió hacia mí y me dijo: "¿Usted no cree en la
importancia de la fornicación, Adelina? Yo sí creo. Eso les pasa a ustedes, los
de la vieja generación: han fornicado demasiado poco, o en su defecto nada en
absoluto. ¿Sabe? Se dice que usted tiene un seno de menos. No, no estoy
borracho. 0 sí, capaz que un poco sí. ¿Es cierto? ¿No piensa que usted misma lo
ha matado? Yo pienso que sí. ¿Sabe? Usted me cae muy simpática, Adelina. Tiene
un par de sonetos por ahí que valen la pena. Perdóneme la franqueza, pero yo soy
así. Usted debería fornicar más, Adelina, sabe, romper la camisa de fuerza del
soneto porque las formas heredadas son una especie de virginidad y empezar con
otra cosa. Me juego la cabeza de que usted es capaz de salir adelante. Usted que
la tiene cerca, páseme esa botella de vino. Gracias" . Recuerdo perfectamente el
lugar: un restaurante del centro con manteles cuadriculados, rojos y blancos, los platos
sucios, los restos de pescado, y las botellas de vino tinto a medio vaciar.
Ahora Leopoldo se ha sacado el calzoncillo y lo observa. Ha que dado
completamente desnudo. Se inclina para dejarlo caer en el canasto de la ropa
sucia que está en el costado del baño, junto a la bañadera. Puedo ver su sombra
agrandada, pero no desmesuradamente, sobre los vidrios esmerilados de la puerta
del baño que da a la antecámara.

En este momento, únicamente esa sombra es ahora", y el resto del "ahora" no es
más que recuerdo. Y a veces, tan diferente del "ahora", ese recuerdo, que es
cosa de ponerse a llorar. Es terrible pensar que lo único visible y real no son
más que sombras. Si pienso que en este mismo momento los bañistas se pasean en
traje de baño bajo los árboles tranquilos del parque del Sur, sé que eso no es
ahora, sino recuerdo. Porque es posible que en este momento no haya ni un solo
bañista en el parque del Sur, o, si hay alguno, no este paseándose precisamente
bajo los árboles que yo creo re- cordar; hasta es probable que estén todos
echados en la arena de la playa, o en el agua, mientras el sol del crepúsculo
vuelve roja la laguna y dos chicos se tiran uno al otro una pelota de goma que
retumba en medio del silencio cuando choca contra la tierra. Pero me gusta
imaginar que en este momento, en los barrios, las chicas se pasean en grupos de
tres o cuatro tomadas del brazo, recién bañadas y perfumadas, y que grupos de
muchachos las contemplan desde la esquina. Puedo ver las calles del centro
abarrotadas de coches y colectivos y a Susana bajando lentamente, con cuidado
por su pierna dolorida, las escaleras de la casa del médico. Es como si
estuviera aquí y al mismo tiempo en cada parte. ¡Es tan complejo y sin embargo,
tan sencillo! Ahora vuelvo ligeramente la cabeza y veo la mampara que da al
patio. Entreveo los vidrios encortinados y el último resplandor de la tarde que
penetra en el living a través de las grandes cortinas verdes. También veo los
sillones vacíos, abandonados ¡y cuántas veces nos hemos sentado en ellos Susana,
Leopoldo, o yo o las visitas! forrados en provenzal floreado. Las flores son
verdes y azules, sobre fondo blanco. Hay una lámpara de pie, al lado de uno de
los sillones, apagada. Pero yo me he traído el viejo sillón de Viena de mamá
desde mi habitación y me he sentado en él estoy hamacándome lentamente para que
el aire de la calle atraviese el living y se impregne como agua fría o como un
olor sobre mi cuerpo. Ahora que no veo la puerta de vidrios esmerilados del
baño, ¿qué estará proyectándose sobre ella? Seguramente el cuerpo desnudo de
Leopoldo ¡el cuerpo desnudo de Leopoldo! , pero ¿en qué posición? ¿Tendrá los
brazos alzados, se rascará el pecho con las dos manos, se tocará el cabello, o
se habrá echado ligeramente hacia atrás para mirarse en el espejo? Es terrible,
pero ese ahora, tan cercano, no es más que recuerdo; y si vuelvo la cabeza otra
vez hacia la puerta que da a la antecámara el "ahora" de los sillones de funda
floreada, vacíos y abandonados, y las cortinas a través de las cuales penetra la
luz crepuscular, no será más que recuerdo. Vuelvo la cabeza; ahora. La sombra de
Leopoldo ha desaparecido. Ha de estar sentado, haciendo sus necesidades. ("Veo
una sombra sobre un vidrio" "Véo""Veo una sombra sobre un vidrio. Veo.")

En el vidrio vacío no se ve más que el resplandor difuso de la luz eléctrica,
encendida en el interior del cuarto de baño. Es uno de esos días terribles de
enero, de luz cenicienta; no está nublado ni nada, pero la luz tiene un color
ceniza, como si el sol se hubiese apagado hace mucho tiempo y llegara al planeta
el reflejo de una luz muerta. Mi sencillo vestido gris y mi pelo gris condensan
esa luz húmeda y muerta, y están como nimbados por un resplandor pútrido; y como
acabo de bañarme no he hecho más que condensar humedad sobre mi vieja piel
blanca llena de vetas como de cuarzo. Tengo los brazos apoyados sobre la madera
curva del sillón de Viena. Con el tiempo, si es que estoy viva, tomaré el color
de la esterilla del sillón, me iré volviendo amarillenta y lustrosa, pulida por
el tiempo. En eso fundo su sencillez. En que solamente pule y simplifica y
preserva lo inalterable, reduciendo todo a simplicidad. Me dicen que destruye,
pero yo no lo creo. Lo único que hace es simplificar. Lo que es frágil y pura
carne que se vuelve polvo desaparece, pero lo que tiene un núcleo sólido de
piedra o hueso, eso se vuelve suave y límpido con el tiempo y permanece. Ahora
Susana debe estar bajando lentamente las escaleras de mármol blanco de la casa
del médico, agarrándose del pasamanos para cuidar su pierna dolorida; ahora
acaba de llegar a la calle y se queda un momento parada en la vereda sin saber
qué dirección tomar, porque sale muy poco y siempre se desorienta en el centro
de la ciudad; está con su vestido azul, sus anteojos (siempre creen que Adelina
Flores es ella, por los anteojos, y no yo) y sus zapatones negros de grueso taco
bajo, que tienen cordones como los zapatos masculinos; mira como desconcertada
en distintas direcciones, porque por un momento no sabe cuál tomar, mientras a
la luz del crepúsculo pasa la gente apurada y vestida de verano por la vereda, y
un estruendo de colectivos y automóviles por la calle. Ahora con un movimiento
de cabeza y un gesto que no revela el menor sentido del humor, sacándose los
dedos de los labios, donde los había puesto mecánicamente al adoptar una actitud
pensativa, Susana recuerda en qué dirección se encuentra la esquina donde debe
tomar el colectivo y comienza a caminar con lentitud, decrépita y reumática,
hacia ella. Hay como una fiebre que se ha apoderado de la ciudad, por encima de
su cabeza y ella no lo nota en este terrible enero. Pero es una fiebre sorda,
recóndita, subterránea, estacionaria, penetrante, como la luz de ceniza que
envuelve desde el cielo la ciudad gris en un círculo mórbido de claridad
condensada. ("Veo una sombra sobre un vidrio. Veo.") Veo a Susana atravesar
lentamente el aire pesado y gris dirigiéndose hacia la parada de ómnibus donde
debe esperar el dieciséis para volver en él a casa. Eso si es que ya ha salido
de lo del médico porque es probable que ni siquiera haya entrado todavía al
consultorio y esté sentada leyendo una revista en la sala de espera. El techo de
la sala de espera es alto; yo he estado ahí cientos de veces, muy alto, y el
juego de sillones de madera con la mesita central para las revistas y el
cenicero es demasiado frágil y chico en relación con ese techo altísimo y la
extensión de la sala de espera, que originariamente era en realidad el vestíbulo
de la casa. ("Algo que amé" "Veo una sombra sobre un vidrio. Veo" "algo que amé"
"hecho sombra, proyectado" "hecho sombra y proyectado" "Veo una sombra sobre un
vidrio. Veo" "algo que amé hecho sombra y proyectado") Puedo escuchar el crujido
lento y uniforme del sillón de Viena. Sé pasarme las horas hamacándome con
lentitud, la cabeza reclinada contra el respaldar, mirando fijamente un punto
del vacío, sin verlo, en el interior de mi habitación, rodeada de libros
polvorientos, oyendo crujir la vieja madera como si estuviera oyendo a mis
propios huesos. Desde mi habitación he venido escuchando durante treinta años
los ruidos de la casa y de la ciudad, como celajes de sonido acumulados en un
horizonte blanco. Ahora escucho el ruido súbito de la cadena del inodoro y el
del agua en un torrente rápido, lleno de tintineos como metálicos; después el
chorro que vuelve a llenar el tanque. La sombra de Leopoldo reaparece en los
vidrios esmerilados de la puerta; se pone de perfil; ha de estar mirándose en el
espejo. ¿Se afeitará? Veo cómo se pasa la mano por la cara. Ha mantenido la
línea, durante tantos años, pero se ha llenado de endeblez y fragilidad. Al
hamacarme, yendo para adelante y viniendo para atrás, la sombra da primero la
impresión de que avanzara, y después la de que retrocediera. Vino a casa por mí
la primera vez, pero después se casó con Susana. Todo es terriblemente
literario. ("en el reflejo oscuro") Fue un alivio, después de todo. Pero los
primeros dos años, antes de que se casaran y Leopoldo empezara a trabajar como
agente de publicidad del diario de la ciudad el primer agente de publicidad de la ciudad, creo, y en eso fue un verdadero precursor , los primeros dos años nos divertimos como locos,
sin descansar un solo día, yendo y viniendo de día y de no che por la ciudad, en
invierno y verano, hasta un día cuya víspera pasamos entera en la playa, en que
Leopoldo vino a la noche a casa y le pidió al finado papá la mano de Susana
después de la cena. Pero el día antes había sido una verdadera fiesta. Fue un
viernes, me acuerdo perfectamente. Leopoldo pasó a buscarnos muy de mañana,
cuando recién había amanecido; estaba todo de blanco, igual que nosotras, que
llevábamos unos vestidos blancos y unos sombreros de playa blancos como estoy
segura de que ni hasta hoy se ha atrevido a llevar nadie en esta bendita ciudad.
Yo llevaba conmigo los versos de Alfonsina. [Va a afeitarse, sí. Ahora ha
abierto el botiquín y mira su interior buscando los elementos ("en el reflejo
oscuro" "sobre la transparencia" "del deseo") Alza los brazos y comienza a sacar
los elementos.] Ya era diciembre, pero hacía fresco de mañana. Yo misma manejaba
el Studebaker de papá, y Susana iba sentada al lado mío. En el asiento de atrás
iba Leopoldo, al lado de la canasta de la merienda, tapada con un mantel blanco.
El aire ("sobre la transparencia del deseo" "como sobre un cristal esmerilado")
fresco, limpio, resplandecía, penetrando el hueco de las ventanillas bajas que
vibraban con la marcha del automóvil. Yo podía ver por el retrovisor la cara de
Leopoldo vuelta ligeramente hacia la ventanilla mirando pensativa el río. Nos
fuimos a desierta, lejos de la ciudad, por el lado de Colastiné. Había tres
sauces inclinados hacia el río - la sombra parecía transparente y arena
amarilla. Nadamos toda la mañana y yo les leí poemas de Alfonsina: y cuando llegué a donde dice: "Una punta de cielo/rozará/la casa humana", me separé de ellos y me fui lejos, entre los árboles, para ponerme a llorar. Ellos no se dieron cuenta de nada. Después extendimos el mantel blanco y
comimos charlando y riéndonos bajo los árboles. Habíamos preparado riñón a
Leopoldo le gustan mucho las achuras y yo no sé cuántas cosas más, y habíamos
dejado toda la mañana una botella de vino blanco en el agua, justo debajo de los
tres sauce, para que el agua la enfriara. Fue el mejor momento del día:
estábamos muy tostados por el sol y Leopoldo fuerte, y se reía por cualquier
cosa. Susana estaba extraordinariamente linda. Lo de reírnos y charlar nos gustó
a todos, pero lo mejor fue que en un determinado momento ninguno de los tres
habló más y todo quedó en silencio. Debemos haber estado así más de diez
minutos. Si presto atención, si escucho, si trato de escuchar sin ningún miedo de que la claridad del recuerdo me haga daño, puedo oír con qué nitidez los cubiertos chocaban contra la porcelana de los platos, el ruido de nuestra densa respiración resonando en un aire tan quieto que parecía depositado en un planeta muerto, el sonido lento y opaco del agua viniendo a morir a la playa amarilla. En un momento dado me pareció que podía oír cómo crecía el pasto a nuestro alrededor.
Y enseguida, en medio del silencio, empezó lo de las miradas. Estuvimos mirándonos unos a otros como cinco minutos, serios, francos, tranquilos. No hacíamos más que eso: nos mirábamos, Susana a mí, yo a Leopoldo, Leopoldo a mí y a Susana, terriblemente serenos, y después no me importó nada que a eso de las cinco, cuando volvía sin hacer ruido después de haber hecho sola una expedición a la isla y volvía sin hacer ruido para sorprenderlos y hacerlos reír, porque
creía que jugaban todavía a la escoba de quince , los viese abrazados desde la maleza y oyese la voz de Susana que hablaba entre jadeos diciendo: "Sí. Sí. Sí. Sí. Pero ella puede venir. Puede venir. Ella puede venir. Sí. Sí. Pero puede venir". Los vi, claramente: él estaba echado sobre ella y tenía el traje de baño más abajo de las rodillas. La parte de su cuerpo que yo no había visto nunca era
blanca, lechosa, y a mí se me ocurrió lisa y la idea de tocarla alguna vez me revolvió el estómago. En ese momento se oyó un crujido en la maleza y Leopoldo se paró de un salto, dejando ver enteramente a Susana que había dejado correr los breteles de su traje de baño y había sacado los brazos por entre ellos de modo tal que el traje de baño había bajado hasta el vientre. Yo conocía ya esas partes del cuerpo de Susana que no estaban tostadas, las había visto muchas
veces. Pero cuando Leopoldo saltó, dificultosamente, con el traje de baño más
debajo de las rodillas, se volvió en la dirección en que yo estaba, por pudor,
ya que el ruido se había oído en dirección contraria al lugar donde yo estaba.


Vi eso, enorme, sacudiéndose pesadamente, desde un matorral de pelo oscuro; lo
he visto otras veces en caballos, pero no balanceándose en dirección a mí. Fue
un segundo, porque Leopoldo se subió enseguida el traje de baño y se sentó
rápidamente frente a Susana y no pude ver en qué momento Susana se alzó el traje
de baño, se acomodó el pelo y recogió los naipes, pero ya lo estaba esperando
cuando él se sentó manoteando apresuradamente dos o tres cartas del suelo. Me
quedé inmóvil más de quince minutos, hasta que los vi tranquilos, y yo misma me
sentí así. Después nos bañamos desde el crepúsculo hasta que anocheció me parece
oír todavía el cha cuerpos húmedos que relumbraban en la oscuridad azul y al
otro día Leopoldo le pidió al pobre papá la mano de Susana.

En este momento puedo ver cómo Leopoldo, imprimiendo un movimiento circular a su
mano, se llena la cara de espuma con la brocha. Lo hace rápidamente; ahora baja
el brazo y la sombra de su cara, sobre el vidrio esmerilado que refleja también
la luz confusa del interior del cuarto de baño, se ha transformado: la sombra de
la espuma que le cubre las mejillas parece la sombra de una barba, un matorral
de pelo oscuro. Alza el brazo otra vez y con la punta de la brocha se golpea el
mentón, varias te, como si se hubiese quedado pensativo; pero eso no puede
verse. Deja la brocha y después de un momento alza otra vez las dos manos, en
una de las cuales tiene la navaja, y comienza a rasurarse lentamente, con
cuidado. Lentamente, con cuidado, Susana ha de estar bajando ya las escaleras
blancas de la casa del médico, en dirección a la calle. Va a pararse un momento
en la vereda, para orientarse, porque no va casi nunca al centro. La sombra de
Leopoldo se proyecta ahora mostrando cómo se rasura, lentamente, con cuidado, con la navaja; ahora cambia la navaja de mano y se pasa el dorso de la mano libre por la mejilla, a contrapelo, para comprobar la eficacia de la rasurada. Sé qué va a hacer cuando termine de afeitarse y de bañarse: va a llevar la perezosa al patio, entre las macetas llenas de begonias, de helechos,
de amarantos y de culandrillos, y va a sentarse en la perezosa en medio del
patio; va a estar un rato ahí, fumando en la oscuridad; va a decir: "¿Quedan
espirales, Susana, querida?" y después va a ponerse a tararear por lo bajo.
Todos los anocheceres  septiembre a marzo hace exactamente eso. Después de un momento va a servirse el primer vermut con amargo y yo podré saber cuándo va a llenar nuevamente su
vaso porque el tintineo del hielo contra las paredes del vaso semivacío me hará
saber que ya lo está acabando. Va a ("En confusión, súbitamente, apemás") Siento
crujir los huesos del sillón de Viena. Apenas se haya afeitado y se haya bañado
lo va a hacer: va a llevar la perezosa al centro del patio de mosaicos, la
perezosa de lona anaranjada, después de ponerse su pijama recién lavado y
planchado, y va a fumar un cigarrillo antes de ("vi que estallaba" "vi" "vi el
estallar de un cuerpo y de una" "y de su" "la explosión" "vi la explosión de un
cuerpo y de su sombra" "En confusión, súbitamente, apenas", "vi la explosión del
cuerpo y de su sombra") La brasa del cigarrillo, un punto rojo, va a parecer un
punto único, insomne y sin parpadeos, avivándose a cada chupada. Y cuando
escuche el tintineo del hielo contra las paredes frías del vaso, voy a saber que
ha tomado su primer vermut con amargo y que va a servirse el segundo.



El tiempo de cada uno es un hilo delgado, transparente, como los de coser, al
que la mano de Dios le hace un nudo de cuando en cuando y en el que la fluencia
parece detenerse nada más que porque la vertiente pierde linealidad. O como una
línea recta marcada a lápiz con una cruz atravesándola de trecho en trecho, que
se alarga ilusoriamente ante los ojos del que mira porque su visión divide la
línea en los fragmentos comprendidos entre cruz y cruz. Lo de la cruz está bien,
porque cruz significa muerte. Papá y mamá murieron a los cuarenta y ocho, con
seis meses de diferencia uno del otro. El peronismo se llevó a papá: fue algo
que no pudo soportar. Y mamá terminó seis meses después que él, porque siempre
lo había seguido. "Después del primer año de casados - me dijo mamá en su lecho
de muerte - nunca tuvo la menor consideración conmigo. Pero, ¿qué puedo hacer
sin él?" Yo estaba con un traje sastre gris, me acuerdo perfectamente: mamá se
incorporó y me agarró las solapas, y me atrajo hacia ella; tenía los ojos
extraordinariamente abiertos y la cara apergaminada y llena de arrugas, y eso
que no era demasiado vieja. Nunca la había visto así. Y no era que le tuviese
miedo a la muerte. Nunca se lo había tenido. Comenzó a hacer un esfuerzo
terrible, jadeando, pestañeando, estirando los labios gastados y lisos que se le
llenaban de saliva o de baba no sé qué era y me di cuenta de que quería decirme
algo. No lo consiguió. Murió aferrada a las solapas de mi traje gris y ("ahora
el silencio teje cantilenas") Durante todos estos años no hago más que
reflexionar sobre lo que mamá trató de decirme. Tuve que hacer un esfuerzo
terrible para arrancar de mis solapas sus manos aferradas; y estaban tan tensas
y blancas que yo podía notar la blancura feroz de los huesos y de los
cartílagos. Cuando doce años después me cortaron el pecho, yo soñé que arrancaba
de mis solapas las manos de mamá ("más largas" "ahora el silencio teje
cantilenas","más largas") y que una de sus manos se llevaba mi pecho. Pero no se
lo llevaba para hacerme mal, sino para protegerme de algo.

Ese sueño vuelve casi todas las noches, como si una aguja formara con mi vida,
de un modo mecánico y regular, un tejido con un único punto. Sé que esta noche
va a volver. Voy a despertarme jadeando y sollozando apagadamente en mi cama
solitaria, rodeada de libros polvorientos, cerca de la madrugada, pero después
voy a respirar con alivio. Cada uno conoce secretamente el significado de sus
propios sueños, y sé que si mamá quiere llevarse mi pecho a la tumba, hay algo
bienintencionado en ella, aunque su acto pueda parecer malo y capaz que lo sea.
No podemos juzgar nuestros actos más que en relación con lo que hemos esperado
de la vida y lo que ella nos ha dado. A mamá y a mí nos dio también esa mañana
ese nudo, esa cruz en la que papá se sentó muy temprano a desayunar con
nosotros. Fue al día siguiente de haberse afiliado al partido peronista. ("Ahora
el silencio teje cantinelas" "más largas") Papá estaba sentado en la cabecera y
no le dirigíamos la palabra porque nos dábamos cuenta de que muy nervioso ("que
duran más.") No nos hablaba cuando estaba irritado. Siempre me había llamado la
atención la piel de su cara por lo blanca que la tenía y cómo sin embargo, en la
parte alta de las mejillas, cerca de los pómulos, se le habían ido formando unas
redes tenues, complicadas, de venillas rojas. Papá tomó su segunda taza de café y después se
recostó sobre el respaldar de la silla y empezó a roncar. Eran unos ronquidos
silbantes, secos, recónditos y cavernosos ("que duran más que el cuerpo" "y que
la sombra"). Primero vi la mosca recorriendo la red de venillas rojas sobre la
mejilla derecha, como una señal negra desplazándose por una red ferroviaria
dibujada en líneas rojas en un mapa proyectado en una pared transparente. Pero
no empecé a murmurar "Mamá. Mamá" - sin desviar ni un momento la mirada del
rostro de papá- hasta que no vi cómo la mosca comenzaba a bajar, con la misma
facilidad con que podría haberlo hecho sobre una piedra, desde el pómulo hasta
la comisura de los labios, y después entraba en la boca. No parecía haber
entrado en la boca de papá, haber estado recorriendo el cuerpo de papá, sino
nada más que una reproducción en piedra de él, porque ya ni siquiera roncaba.

Ahora Leopoldo vuelve a mano y sigue rasurándose. Cuando hacia espejo para verse
mejor el perfil de su sombra desaparece, cortado rectamente por el marco de
madera de la puerta, y sobre el vidrio se ve el reflejo difuso - como unas
escaras de luz dispuestas de un modo concéntrico, puntillista -de la luz eléctrica. Me balanceo suavemente en el sillón de Viena.
Doy vuelta la cabeza y veo cómo la luz gris penetra en la habitación a través de
las cortinas verdes, empalideciendo todavía más. Los sillones vacíos saben estar
ocupados a veces pero eso no es más que recuerdo. Con levantarme y llegar al
patio y alzar la cabeza, podría ver un fragmento de cielo, vaciándose en el
hueco que dejan las paredes de musgo, agrisadas. Saliendo a la puerta miraría la
calle vacía, sin árboles, llena de casas de una planta, enfrentándose en dos
hileras rectas y regulares a través de la vereda de baldosas grises y de la
calle empedrada. De noche, en las proximidades de la luz de la esquina se ve
relucir opacamente el empedrado. Los insectos revolotean alrededor de la luz,
ciegos y torpes, chocan contra la pantalla metálica con un estallido, y después
se arrastran por el adoquín con las alas rotas. Puede vérselos de mañana
aplastados contra las piedras grises por las ruedas de los automóviles. De noche
sé escuchar su murmullo. Y cuando había árboles en la cuadra, a esta hora
empezaba el estridor monótono de las cigarras. Comenzaban separadamente, la
primera muy temprano, a eso de las cinco, y enseguida empezaba a oírse otra, y
después otra y otra, como si hubiese habido un millón cantando al unísono. Yo no
lo podía soportar. El haber cedido y venirme a vivir con ellos ya me resultaba
insoportable. Tenía miedo, siempre, de abrir una puerta, cualquiera, la del
cuarto de baño, la del dormitorio, la de la cocina, y verlo aparecer a él con
eso a la vista, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí desde un matorral
de pelo oscuro. Nunca he podido mirarlo de la cintura para abajo, desde aquella
vez. Pero lo de las cigarras ya era verdaderamente terrible. Así que me vestía y
salía sola, al anochecer; a ellos les decía que me faltaba el aire. Primero
recorría el parque del Sur, con su lago inmóvil, de aguas pútridas, sobre el que
se reflejaban las luces sucias del parque; atravesaba los caminos irregulares, y
después me dirigía hacia el centro por San Martín, penetrando cada vez más la
zona iluminada; de allí iba a dar una vuelta por la estación de ómnibus y
después recorría el parque de juegos que se extendía frente a ellas antes de que
construyeran el edificio del Correo; iba hasta el palomar, un cilindro de tejido
de alambre, con su cúpula roja terminada en punta, y escuchaba durante un largo
rato el aleteo tenso de las palomas. Nunca me atreví a caminar sola por la avenida del puerto para cortar camino y llegar a pie al puente colgante.
Al puente llegaba en ómnibus o en tranvía. Me bajaba de la parada del tranvía y
caminaba las dos cuadras cortas hacia el puente, percibiendo contra mi cuerpo y
contra mi cara la brisa fría del río. Me gustaba mirar el agua, que a veces pasa
rápida, turbulenta y oscura, pero emite un relente frío y un olor salvaje,
inolvidable, y es siempre mejor que un millón de cigarras ocultas entre los
árboles y ("Ah") Volvía después de las once, con los pies deshechos; y mientras
me aproximaba a mi casa, caminando lentamente, haciendo sonar mis tacos en las
veredas, prestaba atención tratando de escuchar si se oía algún rumor
proveniente de aquellos árboles porque ("Ah si un cuerpo nos diese" "Ah si
cuerpo nos diese" "aunque no dure" "una señal" "cualquier señal" "de sentido"
"oscuro" "ocura" "Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure" "una
señal""cualquier señal oscura""Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure"
"cualquier señal oscura de sentido""Veo una sombra sobre un vidrio. Veo""algo
que amé hecho sombra y proyectado""sobre la transparencia del deseo""como sobre
un cristal esmerilado"

"En confusión, súbitamente, apenas","vi la explosión de un cuerpo y de su
sombra""Ahora el silencio teje cantilenas""que duran más que el cuerpo y que la
sombra""Ah si un cuerpo nos diese, aunque no dure""cualquier señal oscura de
sentido") Si podían oírse, entonces me volvía y caminaba sin ninguna dirección,
cuadras y cuadras, hasta la madrugada. Porque estar sentada en el patio, o
echada en la cama entre los libros polvorientos, oyendo el estridor unánime de ese millón
de cigarras, era algo insoportable, que me llenaba de terror.

Ahora la sombra sobre el vidrio esmerilado me dice que Leopoldo ha terminado de
afeitarse, porque ya no tiene la navaja en las manos y se pasa el dorso de las
manos suavemente por las mejillas ("como un olor" salvaje" "como un olor
salvaje") Había migas, restos de comida, manchas de vino tinto sobre el mantel
cuadriculado rojo y blanco. Era un salón largo, y el sonido polítono de las
voces se filtraba por mis tímpanos adormecidos, atentos únicamente a las
fluctuaciones hondas de mí misma, parecidas a voces. Me he estado oyendo a mí
misma durante años sin saber exactamente qué decía, sin saber siquiera si eso
era exactamente una voz. No se ha tratado más que de un rumor constante, sordo,
monótono, resonando apagadamente por debajo de las voces audibles y
comprensibles que no son más que recuerdo ("que perdure"), sombras. Él me daba
frecuentemente la espalda, mientras hablaba a los gritos con el resto de los
invitados. Parecía reinar sobre el mundo. Yo lo hubiese llevado conmigo esa
noche, me habría desvestido delante de él y agarrándolo del pelo le hubiese
inclinado la cabeza y lo hubiese obligado a mirar fijamente la cicatriz, la gran
cicatriz blanca y llena de ramificaciones, la marca de los viejos suplicios que
fueron carcomiendo lentamente mi seno, para que él supiese. Porque así como
cuando lloramos hacemos de nuestro dolor que no es físico, algo físico, y lo
convertimos en pasado cuando dejamos de llorar, del mismo modo nuestras
cicatrices nos tiene continuamente al tanto de lo que hemos sufrido.. pero no
como recuerdo, sino más bien como signo. Y él no paraba de hablar. "¿De veras,
Adelina? ¿No le parece, Adelina? ¿Qué cómo me siento?

¡Cómo quiere que me sienta! Harto de todo el mundo, lógicamente. No, por
supuesto, Dios no existe. Si Fdios existiera, la vida no sería más que una broma
pesada, como dice siempre Horacio Barco. Somos dos generaciones diferentes,
Adelina. Pero ya la respeto a usted. Me importa un rábano lo que digan los demás
y sé que a la generación del cuarenta más vale perderla que encontrarla, pero
hay un par de poemas suyos que funcionan a las mil maravillas. Dirán que los
dioses los han escrito por usted, y todo eso, sabe, pero a mí me importa un
rábano. Hágame caso, Adelina: fornique más, aunque en eso vaya contra las normas
de toda generación". Era una noche de pleno verano ("contra las diligencias").
Era una noche de pleno invierno. Los ventanales del restaurant estaban empañados
´por el vaho de la helada. Y cuando nos separamos en la calle la niebla envolvía
la ciudad; parecía vapor, y a la luz de los focos de las esquinas parecía un polvo blanco y húmedo, una miríada de partículas blancas girando en lenta rotación. Apenas nos separábamos
unos metros los contornos de nuestras figuras se desvanecían, carcomidos por esa
niebla helada. Me acompañaron hasta la parada de taxis y Tomatis se inclinó
hacia mí antes de cerrar de un golpe la portezuela: "La casualidad no existe,
Adelina", me dijo. "Usted es la única artífice de sus sonetos y de sus
mutilaciones." Después se perdió en la niebla, como si no hubiese existido
nunca. Lo que desaparece de este mundo, ya no falta. Puede faltar dentro de él,
pero no estando ya fuera. Existen los sonetos, pero no las mutilaciones: hay
únicamente corredores vacíos, que no se han recorrido nunca, con una puerta de
acceso que el viento sacude con lentitud y hace golpear suavemente contra la
madera dura del marco; o desiertos interminables y amarillos como la superficie
del sol, que los ojos no pueden tolerar; o la hojarasca del último otoño
pudriéndose de un modo inaudible bajo una gruta de helechos fríos, o papeles, o
el tintineo mortal del hielo golpeando contra las paredes de un vaso con un
resto aguado de amargo y vermut; pero no las mutilaciones. Las cicatrices sí,
pero no las mutilaciones. El taxi atravesaba la niebla, reluciente y húmedo, y
en su interior cálido el chofer y yo parecíamos los únicos cuerpos vivos entre
las sólidas estructuras de piedra que la niebla apenas si dejaba entrever. ("las
formaciones""contra las diligencias" "contra las formaciones") Afuera no había
más que niebla; pero yo vi tantas cosas en ella, que ahora no puedo recordar más
que unas pocas: unos sauces inclinados sobre el agua, proyectando una sombra transparente; unas manos aferradas los huesos y los cartílagos blanquísimos a las solapas de mi traje sastre; una mosca entrando a una boca abierta y dura, como de mármol; algunas palabras leídas mil veces, sin acabar nunca de entenderlas; un millón de cigarras cantando monótonamente y al unísono
("del olvido"), en el interior de mi cráneo; una cosa horrible, llena de venas y
nervios, apuntando hacia mí, balanceándose pesadamente desde un matorral de pelo
oscuro; una imagen borrosa, impresa en papel de diario, hecha mil pedazos y
arrojada al viento por una mano enloquecida. Todo eso era visible en las paredes
mojadas por la niebla, mientras el taxi atravesaba la ciudad. Y era lo único
visible.

En este momento ("Y que por ese olor") En este momento Susana debe estar bajando
lentamente, con cuidado, las escaleras de mármol blanco de la casa del médico.
Puedo verla en la calle ("y que por ese olor reconozcamos"), en el crepúsculo
gris, parada en medio de la vereda, tratando de orientarse ("el solar en el que"
"dónde debemos edificar" "el lugar donde levantemos" "cuál debe ser el sitio").
Está con su vestido azul, que tiene costuras blancas, semejantes a hilvanes,
alrededor de los grandes bolsillos cuadrados y en los bordes de las solapas. Sus
ojos marrones, achicados por las formaciones adiposas de la cara, como dos pasas
de uvas incrustadas en una bola de masa cruda, se mueven inquietos y perplejos
detrás de los anteojos. Está tratando de saber dónde queda exactamente la parada
de colectivos. Leopoldo pasa ahora a la bañadera. Lo hace de un modo
dificultoso, ya que advierto que su sombra se bambolea y se mueve con lentitud.
Trata de no resbalar ("de la casa humana) Ahora Susana descubre por fin cuál es
la dirección conveniente y comienza a caminar con dificultad, debido a sus
dolores reumáticos. Aparece envuelta en la luz del atardecer: la misma luz gris
que penetra ahora a través de las cortinas verdes y se condesa en mi batón gris
y a mi alrededor, como una masa tenue que resplandece opaca y se adelanta y
retrocede rígidamente adherida a mí mientras me hamaco en el sillón de Viena.
Atraviesa las calles de la ciudad, pesada y compacta. Puedo escuchar el rumor
inaudible de su desplazamiento. Las calles están llenas de gente, de coches y de
colectivos. El rumor de la ciudad se mezcla, se unifica y después se eleva hacia
el cielo gris, disipándose. ("el lugar de la casa humana" "cuál es el lugar de
la casa humana""cuál es el sitio de la casa humana") Ahora la escalera en la
casa del médico está vacía. Susana extiende el brazo delante del colectivo
número dieciséis, que se detiene con el motor en marcha. Susana sube
dificultosamente. Alguien la ayuda. Susana siente ("como reconocemos por los")
en la cara el calor que asciende desde el motor del colectivo. Se tambalea
cuando el colectivo arranca. Le ceden el asiento y ella se sienta con
dificultad, agarrándose del pasamanos, sacudiéndose a cada sacudida del
colectivo, tambaleándose, resoplando, murmurando distraídamente "Gracias", sin
saber exactamente a quién ("por los ramos") Estaba verdaderamente ("por los
ramos" "de luz solar") hermosa esa tarde, alrededor de las cinco, cuando
Leopoldo se levantó de un salto, volviéndose hacia mí con el traje de baño a la
altura de las rodillas - la cosa, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí
-, dejando ver al saltar las partes de Susana que no se habían tostado al sol.
No era la blancura lisa y morbosa de Leopoldo, sino una blancura que
deslumbraba. Pero no piensa en eso. No piensa en eso. No piensa en nada. Mira la
ciudad gris un gris ceniciento, pútrido que se desplaza hacia atrás mientras el
colectivo avanza hacia aquí. Leopoldo abre la ducha y comienza a enjabonarse.
Todos sus movimientos son lentos, como si estuviera tratando de aprenderlos ("de
luz solar la piel de la mañana") Como si estuviera tratando de aprenderlos y
grabárselos. Se refriega con duros movimientos el pecho, los brazos, el vientre,
y ahora sus dos manos se encuentran debajo del vientre y comienzan a refregar
con minucia; eso es lo que me dice su sombra reflejándose sobre los vidrios
esmerilados de la puerta del cuarto de baño. Mis huesos crujen como la madera
del sillón, pulida y gastada por el tiempo, mientras me indino hacia adelante y
vuelvo hacia atrás, hamacándome lentamente, rodeada por la luz gris del
atardecer que se condensa alrededor de mi cabeza como el resplandor de una llama
ya muerta ("Y que por ese olor reconozcamos" "cuál es el sitio de la casa
humana" "corno reconocemos por los ramos" "de luz solar la piel de la mañana").

Envío

Sé que lo que mamá quiso decirme antes de morir era que odiaba la vida. Odiamos
la vida porque no puede vivirse. Y queremos vivir porque sabemos que vamos a
morir. Pero lo que tiene un núcleo sólido piedra, o hueso, algo compacto y
tejido apretadamente, que pueda pulirse y modificarse con un ritmo diferente al
ritmo de lo que pertenece a la muerte - no puede morir. La voz que escuchamos
sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única voz, y no hay más que
eso, excepción hecha de las caras vagamente conocidas, y de los soles y de los
planetas. Me parece muy justo que mamá odiara la vida. Pero pienso que si quiso
decírmelo antes de morirse no estaba tratando de hacerme una advertencia sino de
pedirme una refutación.

Consigna: Reconstrucción del poema de Sombras sobre vidrio esmerilado de J.J. Saer