Un sillón de terciopelo verde, un hombre que lee una novela, un ventanal que da al bosque de robles, una amenaza, un relato dentro de otro que se multiplica hasta el infinito. Nos pareció una buena metáfora, un buen nombre para un taller de lectura. Además de un homenaje a Cortázar y a su magnifico cuento "Continuidad de los parques". Así que recostémonos en este cómodo sillón y comencemos nuestra tarea placentera libro en mano.

El Hombre que Ríe, Jerome David Salinger

En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.
Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.
El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.
Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús-a puñetazos o a gritos estridentes-por los asientos más cercanos al Jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda había tres asientos adicionales -los mejores de todos-que llegaban hasta la altura del conductor.) El Jefe sólo subía al autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo episodio de "El hombre que ríe". Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. "El hombre que ríe" era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el "hombre que ríe" había sido raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el "hombre que ríe" respiraba, la abominable siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo la veía así) como una monstruosa ventosa. (El Jefe no explicaba el sistema de respiración del "hombre que ríe" sino que lo demostraba prácticamente.) Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos le permitían estar en su cuartel general-siempre que se tapara la cara con una máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.
Todas las mañanas, en su extrema soledad, el "hombre que ríe" se iba sigilosamente (su andar era suave como el de un gato) al tupido bosque que rodeaba el escondite de los bandidos. Allí se hizo amigo de muchísimos animales: perros, ratones blancos, águilas, leones, boas constrictor, lobos. Además, se quitaba la máscara y les hablaba dulcemente, melodiosamente, en su propia lengua. Ellos no lo consideraban feo.
Al Jefe le llevó un par de meses llegar a este punto de la historia. De ahí en adelante los episodios se hicieron cada vez más exóticos, a tono con el gusto de los comanches.
El "hombre que ríe" era muy hábil para informarse de lo que pasaba a su alrededor, y en muy poco tiempo pudo conocer los secretos profesionales más importantes de los bandidos. Sin embargo, no los tenía en demasiada estima y no tardó mucho en crear un sistema propio más eficaz. Empezó a trabajar por su cuenta. En pequeña escala, al principio-robando, secuestrando, asesinando sólo cuando era absolutamente necesario-se dedicó a devastar la campiña china. Muy pronto sus ingeniosos procedimientos criminales, junto con su especial afición al juego limpio, le valieron un lugar especialmente destacado en el corazón de los hombres. Curiosamente, sus padres adoptivos (los bandidos que originalmente lo habían empujado al crimen) fueron los últimos en tener conocimiento de sus hazañas. Cuando se enteraron, se pusieron tremendamente celosos. Uno a uno desfilaron una noche ante la cama del "hombre que ríe", creyendo que habían podido dormirlo profundamente con algunas drogas que le habían dado, y con sus machetes apuñalaron repetidas veces el cuerpo que yacía bajo las mantas. Pero la víctima resultó ser la madre del jefe de los bandidos, una de esas personas desagradables y pendencieras. El suceso no hizo más que aumentar la sed de venganza de los bandidos, y finalmente el "hombre que ríe" se vio obligado a encerrar a toda la banda en un mausoleo profundo, pero agradablemente decorado. De cuando en cuando se escapaban y le causaban algunas molestias, pero él no se avenía a matarlos. (El "hombre que ríe" tenía una faceta compasiva que a mí me enloquecía.)
Poco después el "hombre que ríe" empezaba a cruzar regularmente la frontera china para ir a París, donde se divertía ostentando su genio conspicuo pero modesto frente a Marcel Dufarge, detective internacionalmente famoso y considerablemente inteligente, pero tísico. Dufarge y su hija (una chica exquisita, aunque con algo de travesti) se convirtieron en los enemigos más encarnizados del "hombre que ríe". Una y otra vez trataron de atraparlo mediante ardides. Nada más que por amor al riesgo, al principio el "hombre que ríe" muchas veces simulaba dejarse engañar, pero luego desaparecía de pronto, sin dejar ni el mínimo rastro de su método para escapar. De vez en cuando enviaba una breve e incisiva nota de despedida por la red de alcantarillas de París, que llegaba sin tardanza a manos de Dufarge. Los Dufarge se pasaban gran parte del tiempo chapoteando en las alcantarillas de París.
Muy pronto el "hombre que ríe" consiguió reunir la fortuna personal más grande del mundo. Gran parte de esa fortuna era donada en forma anónima a los monjes de un monasterio local, humildes ascetas que habían dedicado sus vidas a la cría de perros de policía alemanes. El "hombre que ríe" convertía el resto de su fortuna en brillantes que bajaba despreocupadamente a cavernas de esmeralda, en las profundidades del mar Negro. Sus necesidades personales eran pocas. Se alimentaba únicamente de arroz y sangre de águila, en una pequeña casita con un gimnasio y campo de tiro subterráneos, en las tormentosas costas del Tíbet. Con él vivían cuatro compañeros que le eran fieles hasta la muerte: un lobo furtivo llamado Ala Negra, un enano adorable llamado Omba, un gigante mongol llamado Hong, cuya lengua había sido quemada por hombres blancos, y una espléndida chica euroasiática que, debido a su intenso amor por el "hombre que ríe" y a su honda preocupación por su seguridad personal, solía tener una actitud bastante rígida respecto al crimen. El "hombre que ríe" emitía sus órdenes a sus subordinados a través de una máscara de seda negra. Ni siquiera Omba, el enano adorable, había podido ver su cara.
No digo que lo vaya a hacer, pero podría pasarme horas llevando al lector-a la fuerza, si fuere necesario-de un lado a otro de la frontera entre París y China. Yo acostumbro a considerar al "hombre que ríe" algo así como a un superdistinguido antepasado mío, una especie de Robert E. Lee, digamos, con todas las virtudes del caso. Y esta ilusión resulta verdaderamente moderada si se la compara con la que abrigaba hacia 1928, cuando me sentía, no solamente descendiente directo del "hombre que ríe", sino además su único heredero viviente. En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres, sino un impostor de astucia diabólica, a la espera de que cometieran el mínimo error para descubrir-preferentemente de modo pacífico, aunque podía ser de otro modo-mi verdadera identidad.
Para no matar de pena a mi supuesta madre, pensaba emplearla en alguna de mis actividades subrepticias, en algún puesto indefinido, pero de verdadera responsabilidad. Pero lo más importante para mí en 1928 era andar con pies de plomo. Seguir la farsa. Lavarme los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi risa realmente aterradora.
En realidad, yo era el único descendiente legítimo del "hombre que ríe". En el club había veinticinco comanches -veinticinco legítimos herederos del "hombre que ríe"-todos circulando amenazadoramente, de incógnito por la ciudad, elevando a los ascensoristas a la categoría de enemigos potenciales, mascullando complejas pero precisas instrucciones en la oreja de los cocker spaniel, apuntando con el dedo índice, como un fusil, a la cabeza de los profesores de matemáticas. Y esperando, siempre esperando el momento para suscitar el terror y la admiración en el corazón del ciudadano común.

Una tarde de febrero, apenas iniciada la temporada de béisbol de los comanches, observé un detalle nuevo en el autobús del Jefe. Encima del espejo retrovisor, sobre el parabrisas, había una foto pequeña, enmarcada, de una chica con toga y birrete académicos. Me pareció que la foto de una chica desentonaba con la exclusiva decoración para hombres del autobús y, sin titubear, le pregunté al Jefe quién era. Al principio fue evasivo, pero al final reconoció que era una muchacha. Le pregunté cómo se llamaba. Su contestación, todavía un poco reticente, fue "Mary Hudson".
Le pregunté si trabajaba en el cine o en alguna cosa así. Me dijo que no, que iba al Wellesley College. Agregó, tras larga reflexión, que el Wellesley era una universidad de alta categoría.
Le pregunté, entonces, por qué tenía su foto en el autobús. Encogió levemente los hombros, lo bastante como para sugerir-me pareció-que la foto había sido más o menos impuesta por otros.
Durante las dos semanas siguientes, la foto-le hubiera sido impuesta al Jefe por la fuerza o no-continuó sobre el parabrisas. No desapareció con los paquetes vacíos de chicles ni con los palitos de caramelos. Pero los comanches nos fuimos acostumbrando a ella. Fue adquiriendo gradualmente la personalidad poco inquietante de un velocímetro.
Pero un día que íbamos camino del parque el Jefe detuvo el autobús junto al bordillo de la acera de la Quinta Avenida a la altura de la calle 60, casi un kilómetro más allá de nuestro campo de béisbol. Veinte pasajeros solicitaron inmediatamente una explicación, pero el Jefe se hizo el sordo. En cambio, se limitó a adoptar su posición habitual de narrador y dio comienzo anticipadamente a un nuevo episodio del "hombre que ríe". Pero apenas había empezado cuando alguien golpeó suavemente en la portezuela del autobús. Evidentemente, ese día los reflejos del Jefe estaban en buena forma. Se levantó de un salto, accionó la manecilla de la puerta y en seguida subió al autobús una chica con un abrigo de castor.
Así, de pronto, sólo recuerdo haber visto en mi vida a tres muchachas que me impresionaron a primera vista por su gran belleza, una belleza difícil de clasificar. Una fue una chica delgada en un traje de baño negro, que forcejeaba terriblemente para clavar en la arena una sombrilla en Jones Beach, alrededor de 1936. La segunda, esa chica que hacía un viaje de placer por el Caribe, hacia 1939, y que arrojó su encendedor a un delfín. Y la tercera, Mary Hudson, la chica del Jefe.
-¿He tardado mucho?-le preguntó, sonriendo. Era como si hubiera preguntado "¿Soy fea?".
-¡No!-dijo el Jefe. Con cierta vehemencia, miró a los comanches situados cerca de su asiento y les hizo una seña para que le hicieran sitio. Mary Hudson se sentó entre yo y un chico que se llamaba Edgar "no-sé-qué" y que tenía un tío cuyo mejor amigo era contrabandista de bebidas alcohólicas. Le cedimos todo el espacio del mundo. Entonces el autobús se puso en marcha con un acelerón poco hábil. Los comanches, hasta el último hombre, guardaban silencio.
Mientras volvíamos a nuestro lugar de estacionamiento habitual, Mary Hudson se inclinó hacia delante en su asiento e hizo al Jefe un colorido relato de los trenes que había perdido y del tren que no había perdido. Vivía en Douglaston, Long Island. El Jefe estaba muy nervioso. No sólo no lograba participar en la conversación, sino que apenas oía lo que le decía la chica. Recuerdo que el pomo de la palanca de cambios se le quedó en la mano.
Cuando bajamos del autobús, Mary Hudson se quedó muy cerca de nosotros. Estoy seguro de que cuando llegamos al campo de béisbol cada rostro de los comanches llevaba una expresión del tipo "hay-chicas-que-no-saben-cuándo-irse-a-casa". Y, para colmo de males, cuando otro comanche y yo lanzábamos al aire una moneda para determinar qué equipo batearía primero, Mary Hudson declaró con entusiasmo que deseaba jugar. La respuesta no pudo ser más cortante. Así como antes los comanches nos habíamos limitado a mirar fijamente su feminidad, ahora la contemplábamos con irritación. Ella nos sonrió. Era algo desconcertante. Luego el Jefe se hizo cargo de la situación, revelando su genio para complicar las cosas, hasta entonces oculto. Llevó aparte a Mary Hudson, lo suficiente como para que los comanches no pudieran oír, y pareció dirigirse a ella en forma solemne y racional. Por fin, Mary Hudson lo interrumpió, y los comanches pudieron oír perfectamente su voz.
-¡Yo también-dijo-, yo también quiero jugar!
El Jefe meneó la cabeza y volvió a la carga. Señaló hacia el campo, que se veía desigual y borroso. Tomó un bate de tamaño reglamentario y le mostró su peso.
-No me importa-dijo Mary Hudson, con toda claridad-. He venido hasta Nueva York para ver al dentista y todo eso, y voy a jugar.
El Jefe sacudió la cabeza, pero abandonó la batalla. Se aproximó cautelosamente al campo donde estaban esperando los dos equipos comanches, los Bravos y los Guerreros, y fijó su mirada en mí. Yo era el capitán de los Guerreros. Mencionó el nombre de mi centro, que estaba enfermo en su casa, y sugirió que Mary Hudson ocupara su lugar. Dije que no necesitaba un jugador para el centro del campo. El Jefe dijo que qué mierda era eso de que no necesitaba a nadie que hiciera de centro. Me quedé estupefacto. Era la primera vez que le oía decir una palabrota. Y, lo que aún era peor, observé que Mary Hudson me estaba sonriendo. Para dominarme, cogí una piedra y la arrojé contra un árbol.
Nosotros entramos primero. La entrometida fue al centro para la primera tanda. Desde mi posición en la primera base, miraba furtivamente de vez en cuando por encima de mi hombro. Cada vez que lo hacía, Mary Hudson me saludaba alegremente con la cabeza. Llevaba puesto el guante de catcher, por propia iniciativa. Era un espectáculo verdaderamente horrible.
Mary Hudson debía ser la novena en batear en el equipo de los Guerreros. Cuando se lo dije, hizo una pequeña mueca y dijo:
-Bueno, daos prisa, entonces...-y la verdad es que efectivamente apreciamos darnos prisa.
Le tocó batear en la primera tanda. Se quitó el abrigo de castor y el guante de catcher para la ocasión y avanzó hacia su puesto con un vestido marrón oscuro. Cuando le di un bate, preguntó por qué pesaba tanto. El Jefe abandonó su puesto de árbitro detrás del pitcher y se adelantó con impaciencia. Le dijo a Mary Hudson que apoyara la punta del bate en el hombro derecho. "Ya está", dijo ella. Le dijo que no sujetara el bate con demasiada fuerza. "No lo hago" contestó ella. Le dijo que no perdiera de vista la pelota. "No lo haré", dijo ella. "Apártate, ¿quieres?" Con un potente golpe, acertó en la primera pelota que le lanzaron, y la mandó lejos por encima de la cabeza del fielder izquierdo. Estaba bien para un doble corriente, pero ella logró tres sin apresurarse.
Cuando me repuse primero de mi sorpresa, después de mi incredulidad, y por último de mi alegría, miré hacia donde se encontraba el Jefe. No parecía estar de pie detrás del pitcher, sino flotando por encima de él. Era un hombre totalmente feliz. Desde su tercera base, Mary Hudson me saludaba agitando la mano. Contesté a su saludo. No habría podido evitarlo, aunque hubiese querido. Además de su maestría con el bate, era una chica que sabía cómo saludar a alguien desde la tercera base.
Durante el resto del partido, llegaba a la base cada vez que salía a batear. Por algún motivo parecía odiar la primera base; no había forma de retenerla. Por lo menos tres veces logró robar la segunda base al otro equipo.
Su fielding no podía ser peor, pero íbamos ganando tantas carreras que no nos importaba. Creo que hubiera sido mejor si hubiese intentado atrapar las pelotas con cualquier otra cosa que no fuera un guante de catcher.
Pero se negaba a sacárselo. Decía que le quedaba mono. Durante un mes, más o menos, jugó al béisbol con los comanches un par de veces por semana (cada vez que tenía una cita con el dentista, al parecer). Unas tardes llegaba a tiempo al autobús y otras no. A veces en el autobús hablaba hasta por los codos, otras veces se limitaba a quedarse sentada, fumando sus cigarrillos Herbert Tareyton (boquilla de corcho). Envolvía en un maravilloso perfume al que estaba junto a ella en el autobús.
Un día ventoso de abril, después de recoger, como de costumbre, a sus pasajeros en las calles 109 y Amsterdam, el Jefe dobló por la calle 110 y tomó como siempre por la Quinta Avenida. Pero tenía el pelo peinado y reluciente, llevaba un abrigo en lugar de la chaqueta de cuero y yo supuse lógicamente que Mary Hudson estaba incluida en el programa. Esa presunción se convirtió en certeza cuando pasamos de largo por nuestra entrada habitual al Central Park. El Jefe estacionó el autobús en la esquina a la altura de la calle 60. Después, para matar el tiempo en una forma entretenida para los comanches, se acomodó a horcajadas en su asiento y procedió a narrar otro episodio de "El hombre que ríe". Lo recuerdo con todo detalle y voy a resumirlo.
Una adversa serie de circunstancias había hecho que el mejor amigo del "hombre que ríe", el lobo Ala Negra, cayera en una trampa física e intelectual tendida por los Dufarge. Los Dufarge, conociendo los elevados sentimientos de lealtad del "hombre que ríe", le ofrecieron la libertad de Ala Negra a cambio de la suya propia. Con la mejor buena fe del mundo, el "hombre que ríe" aceptó dicha proposición (a veces su genio estaba sujeto a pequeños y misteriosos desfallecimientos). Quedó convenido que el "hombre que ríe" debía encontrarse con los Dufarge a medianoche en un sector determinado del denso bosque que rodea París, y allí, a la luz de la luna, Ala Negra sería puesto en libertad. Pero los Dufarge no tenían la menor intención de liberar a Ala Negra, a quien temían y detestaban. La noche de la transacción ataron a otro lobo en lugar de Ala Negra, tiñéndole primero la pata trasera derecha de blanco níveo, para que se le pareciera.
No obstante, había dos cosas con las que los Dufarge no habían contado: el sentimentalismo del "hombre que ríe" y su dominio del idioma de los lobos. En cuanto la hija de Dufarge pudo atarlo a un árbol con alambre de espino, el "hombre que ríe" sintió la necesidad de elevar su bella y melodiosa voz en unas palabras de despedida a su presunto viejo amigo. El lobo sustituto, bajo la luz de la luna, a unos pocos metros de distancia, quedó impresionado por el dominio de su idioma que poseía ese desconocido. Al principio escuchó cortésmente los consejos de último momento personales y profesionales, del "hombre que ríe". Pero a la larga el lobo sustituto comenzó a impacientarse y a cargar su peso primero sobre una pata y después sobre la otra. Bruscamente y con cierta rudeza, interrumpió al "hombre que ríe" informándole en primer lugar de que no se llamaba Ala Oscura, ni Ala Negra, ni Patas Grises ni nada por el estilo, sino Armand, y en segundo lugar que en su vida había estado en China ni tenía la menor intención de ir allí.
Lógicamente enfurecido, el "hombre que ríe" se quitó la máscara con la lengua y se enfrentó a los Dufarge con la cara desnuda a la luz de la luna. Mademoiselle Dufarge se desmayó. Su padre tuvo más suerte; casualmente en ese momento le dio un ataque de tos y así se libró del mortífero descubrimiento. Cuando se le pasó el ataque y vio a su hija tendida en el suelo iluminado por la luna, Dufarge ató cabos. Se tapó los ojos con la mano y descargó su pistola hacia donde se oía la respiración pesada, silbante, del "hombre que ríe".
Así terminaba el episodio.
El Jefe se sacó del bolsillo el reloj Ingersoll de un dólar lo miró y después dio vuelta en su asiento y puso en marcha el motor. Miré mi reloj. Eran casi las cuatro y media. Cuando el autobús se puso en marcha, le pregunté al Jefe si no iba a esperar a Mary Hudson. No me contestó, y antes de que pudiera repetir la pregunta, inclinó su cabeza para atrás y, dirigiéndose a todos nosotros, dijo:
-A ver si hay más silencio en este maldito autobús. Lo menos que podía decirse era que la orden resultaba totalmente ilógica. El autobús había estado, y estaba, completamente silencioso. Casi todos pensábamos en la situación en que había quedado el "hombre que ríe". No es que nos preocupáramos por él (le teníamos demasiada confianza como para eso), pero nunca habíamos llegado a tomar con calma sus momentos de peligro.
En la tercera o cuarta entrada de nuestro partido de esa tarde, vi a Mary Hudson desde la primera base. Estaba sentada en un banco a unos setenta metros a mi izquierda, hecha un sandwich entre dos niñeras con cochecitos de niño. Llevaba su abrigo de castor, fumaba un cigarrillo y daba la impresión de estar mirando en dirección a nuestro campo. Me emocioné con mi descubrimiento y le grité la información al Jefe, que se hallaba detrás del pitcher. Se me acercó apresuradamente, sin llegar a correr.
-¿Dónde?-preguntó.
Volví a señalar con el dedo. Miró un segundo en esa dirección, después dijo que volvía en seguida y salió del campo. Se alejó lentamente, abriéndose el abrigo y metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Me senté en la primera base y observé.
Cuando el Jefe alcanzó a Mary Hudson, su abrigo estaba abrochado nuevamente y las manos colgaban a los lados.
Estuvo de pie frente a ella unos cinco minutos, al parecer hablándole. Después Mary Hudson se incorporó y los dos caminaron hacia el campo de béisbol. No hablaron ni se miraron. Cuando estuvieron en el campo, el Jefe ocupó su posición detrás del pitcher.
-¿Ella no va a jugar?-le grité.
Me dijo que cerrara el pico. Me callé la boca y contemplé a Mary Hudson. Caminó lentamente por detrás de la base, con las manos en los bolsillos de su abrigo de castor, y por último se sentó en un banquillo mal situado cerca de la tercera base. Encendió otro cigarrillo y cruzó las piernas.
Cuando los Guerreros estaban bateando, me acerqué a su asiento y le pregunté si le gustaría jugar en el ala izquierda. Dijo que no con la cabeza. Le pregunté si estaba resfriada. Otra vez negó con la cabeza. Le dije que no tenía a nadie que jugara en el ala izquierda. Que tenía al mismo muchacho jugando en el centro y en el ala izquierda. Toda esta información no encontró eco. Arrojé mi guante al aire, tratando de que aterrizara sobre mi cabeza, pero cayó en un charco de barro. Lo limpié en los pantalones y le pregunté a Mary Hudson si quería venir a mi casa a comer alguna vez. Le dije que el Jefe iba con frecuencia.
-Déjame-dijo-. Por favor, déjame.
La miré sorprendido, luego me fui caminando hacia el banco de los Guerreros, sacando entretanto una mandarina del bolsillo y arrojándola al aire. Más o menos a la mitad de la línea de foul de la tercera base, giré en redondo y empecé a caminar hacia atrás, contemplando a Mary Hudson y atrapando la mandarina. No tenía idea de lo que pasaba entre el Jefe y Mary Hudson (y aún no la tengo, salvo de una manera muy somera, intuitiva), pero no podía ser mayor mi certeza de que Mary Hudson había abandonado el equipo comanche para siempre. Era el tipo de certeza total, por independiente que fuera de la suma de sus factores, que hacía especialmente arriesgado caminar hacia atrás, y de pronto choqué de lleno con un cochecito de niño.
Después de una entrada más, la luz era mala para jugar. Suspendimos el partido y empezamos a recoger todos nuestros bártulos. La última vez que vi con claridad a Mary Hudson estaba llorando cerca de la tercera base. El Jefe la había tomado de la manga de su abrigo de castor, pero ella lo esquivaba. Abandonó el campo y empezó a correr por el caminito de cemento y siguió corriendo hasta que se perdió de vista.
El Jefe no intentó seguirla. Se limitó a permanecer de pie, mirándola mientras desaparecía. Luego se volvió caminó hasta la base y recogió los dos bates; siempre dejábamos que él llevara las bates. Me acerqué y le pregunté si él y Mary Hudson se habían peleado. Me dijo que me metiera la camisa dentro del pantalón.
Como siempre, todos los comanches corrimos los últimos metros hasta el autobús estacionado gritando, empujándonos, probando llaves de lucha libre, aunque todos muy conscientes de que había llegado la hora de otro capítulo de "El hombre que ríe".
Cruzando la Quinta Avenida a la carrera, alguien dejó caer un jersey y yo tropecé con él y me caí de bruces. Llegué al autobús cuando ya estaban ocupados los mejores asientos y tuve que sentarme en el centro. Fastidiado, le di al chico que estaba a mi derecha un codazo en las costillas y luego me volví para ver al Jefe, que cruzaba la Quinta Avenida. Todavía no había oscurecido, pero había esa penumbra de las cinco y cuarto. El Jefe atravesó la calle con el cuello del abrigo levantado y los bates debajo del brazo izquierdo, concentrado en el cruce de la calle. Su pelo negro peinado con agua al comienzo del día, ahora se había secado y el viento lo arremolinaba. Recuerdo haber deseado que el Jefe tuviera guantes.
El autobús, como de costumbre, estaba silencioso cuando él subió, por lo menos relativamente silencioso, como un teatro cuando van apagándose las luces de la sala. Las conversaciones se extinguieron en un rápido susurro o se cortaron de raíz. Sin embargo, lo primero que nos dijo el Jefe fue:
-Bueno, basta de ruido, o no hay cuento.
Instantáneamente, el autobús fue invadido por un silencio incondicional, que no le dejó otra alternativa que ocupar su acostumbrada posición de narrador.
Entonces sacó un pañuelo y se sonó la nariz, metódicamente, un lado cada vez. Lo observamos con paciencia y hasta con cierto interés de espectador. Cuando terminó con el pañuelo, lo plegó cuidadosamente en cuatro y volvió a guardarlo en el bolsillo. Después nos contó el nuevo episodio de "El hombre que ríe". En total, sólo duró cinco minutos.
Cuatro de las balas de Dufarge alcanzaron al "hombre que ríe", dos de ellas en el corazón. Dufarge, que aún se tapaba los ojos con la mano para no verle la cara, se alegró mucho cuando oyó un extraño gemido agónico que salía de su víctima. Con el maligno corazón latiéndole fuerte corrió junto a su hija y la reanimó. Los dos, llenos de regocijo y con el coraje de los cobardes, se atrevieron entonces a contemplar el rostro del "hombre que ríe". Su cabeza estaba caída como la de un muerto, inclinada sobre su pecho ensangrentado. Lentamente, con avidez, padre e hija avanzaron para inspeccionar su obra. Pero los esperaba una sorpresa enorme. El "hombre que ríe", lejos de estar muerto, contraía de un modo secreto los músculos de su abdomen. Cuando los Dufarge se acercaron lo suficiente, alzó de pronto la cabeza, lanzó una carcajada terrible, y, con limpieza y hasta con minucia, regurgitó las cuatro balas. El efecto de esta hazaña sobre los Dufarge fue tan grande que sus corazones estallaron, y cayeron muertos a los pies del "hombre que ríe".
(De todos modos, si el capítulo iba a ser corto, podría haber terminado ahí. Los comanches se las podían haber ingeniado para racionalizar la muerte de los Dufarge. Pero no terminó ahí.)
Pasaban los días y el "hombre que ríe" seguía atado al árbol con el alambre de espinos mientras a sus pies los Dufarge se descomponían lentamente. Sangrando profusamente y sin su dosis de sangre de águila, nunca se había visto tan cerca de la muerte. Hasta que un día, con voz ronca, pero elocuente, pidió ayuda a los animales del bosque. Les ordenó que trajeran a Omba, el enano amoroso. Y así lo hicieron. Pero el viaje de ida y vuelta por la frontera entre París y la China era largo, y cuando Omba llegó con un equipo medico y una provisión de sangre de águila el "hombre que ríe" ya había entrado en coma. El primer gesto piadoso de Omba fue recuperar la máscara de su amo, que había ido a parar sobre el torso cubierto de gusanos de Mademoiselle Dufarge. La colocó respetuosamente sobre las horribles facciones y procedió a curar las heridas.
Cuando al fin se abrieron los pequeños ojos del "hombre que ríe", Omba acercó afanosamente el vaso de sangre de águila hasta la máscara. Pero el "hombre que ríe" no quiso beberla. En cambio, pronunció débilmente el nombre de su querido Ala Negra. Omba inclinó su cabeza levemente contorsionada y reveló a su amo que los Dufarge habían matado a Ala Negra. Un último suspiro de pena, extraño y desgarrador, partió del pecho del "hombre que ríe". Extendió débilmente la mano, tomó el vaso de sangre de águila y lo hizo añicos en su puño. La poca sangre que le quedaba corrió por su muñeca. Ordenó a Omba que mirara hacia otro lado y Omba, sollozando, obedeció. El último gesto del "hombre que ríe", antes de hundir su cara en el suelo ensangrentado, fue el de arrancarse la máscara.
Ahí terminó el cuento, por supuesto. (Nunca habría de repetirse.) El Jefe puso en marcha el autobús. Frente a mí al otro lado del pasillo, Billy Walsh, el más pequeño de los comanches, se echó a llorar. Nadie le dijo que se callara. En cuanto a mí, recuerdo que me temblaban las rodillas.
Unos minutos más tarde, cuando bajé del autobús del Jefe, lo primero que vi fue un trozo de papel rojo que el viento agitaba contra la base de un farol de la calle. Parecía una máscara de pétalos de amapola. Llegué a casa con los dientes castañeteándome convulsivamente, y me dijeron que me fuera derecho a la cama.

Foto: Colección Onano por Francisco Ferreiro 

Acerca de J.D. Salinger: 

A un año de la muerte de Salinger, biografía recrea su paso por la guerra

por Andrés Gómez
J. D. SALINGER
(1919-2010)
J. D. (Jerome David) Salinger nació el 1 de enero de 1919 en Manhattan, Nueva York (Estados Unidos), hijo de Marie Jilich, una mujer católica de origen irlandés, y de Sol Salinger, un polaco de religión judía que había emigrado a los Estados Unidos para dedicarse con éxito a la venta de productos alimenticios.
Estudiante poco brillante, desde su adolescencia se dedicó a escribir relatos. Salinger, llamado Sonny y Jerry cuando era un niño, acudió durante dos años a la academia militar Valley Forge de Pennsylvania.
Tras pasar brevemente y sin éxito por varias universidades, entre ellas las Columbia, Ursinus y Nueva York, intervino en la Segunda Guerra Mundial, llegando a ser graduado como sargento y a participar en el desembarco de Normandía.
Después del conflicto bélico, J. D. Salinger consiguió publicados algunos relatos en la revista “The New Yorker”. Uno de sus relatos más populares, en el cual volcaba sus traumáticas experiencias bélicas, fue “For Esme – With Love and Squalor”.
En 1945 se casó con una doctora francesa llamada Sylvia. Un año después la pareja se divorció.

Con “El Guardián Entre El Centeno” (1951), novela de tono cínico que criticaba con acidez el mundo hipócrita de los adultos desde la perspectiva de un sarcástico y rebelde adolescente llamado Holden Caulfield, Salinger fue recibido con entusiasmo por la crítica, siendo el libro, censurado en algunos lugares, una de las obras favoritas de los universitarios del período.
Dos años después apareció el libro de relatos “Nueve Cuentos” (1953).
Salinger, un hombre tímido y solitario, poco amigo de la fama, rechazaba conceder entrevistas, ser fotografiado y permaneció recluido gran parte de su existencia en Cornish, New Hampshire.
En 1955 se casó con Claire Douglas, hija del crítico de arte Robert Langdon Douglas, con quien tuvo a su hija Margaret y a su hijo Matt, quien se convertió en actor de cine.
A comienzos de los años 60 publicó varios libros con el protagonismo de la familia Glass, como “Franny y Zooey” (1961), “Levantad Carpinteros La Viga Maestra” (1963) y “Seymour: Una Introducción” (1963).
A mitad de la década se divorció de Claire y se retiró definitivamente de la vida pública dedicando su tiempo al budismo zen, al vegetarianismo, a la homeopatía y a contemplar películas clásicas y programas y series de televisión, ya que Salinger es un adicto a la pequeña pantalla. También pasó fugazmente por la Iglesia de la Cienciología.
Su tercera esposa es una enfermera llamada Colleen.
Ian Hamilton publicó una biografía en 1988 pero Salinger consiguió tras demandarlo que fuese retirada de las librerías. Más tarde otros autores, como Joyce Maynard, que fue amante de Salinger, y Paul Alexander, también editaron libros sobre su vida.
A finales de los años 90 J. D. Salinger publicó de manera sorprendente un nuevo volumen, “Hapsworth 16, 1924” (1997), libro que cosechó críticas negativas y que volvía a incidir en la familia Glass.
Su hija Margaret escribió una biografía sobre su padre titulada “El Guardián De Los Sueños” (2000).
J. D. Salinger falleció el 27 de enero del año 2010. Tenía 91 años.
Leer sus citas y frases
Guía de sus adaptaciones cinematográficas
Comentarios de libros
El Guardián Entre El Centeno

Artículos Relacionados:

La nariz, Nicolai Gogol


I

En marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski (su apellido no ha llegado hasta nosotros y ni siquiera figura en el rótulo de la barbería, donde sólo aparece un caballero con la cara enjabonada y el aviso de «También se hacen sangrías»), el barbero Iván Yákovlevich se despertó bastante temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa, señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién cocidos.

-Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna -anunció Iván Yákovlevich-. Lo que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.

(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.) «Que coma pan, el muy estúpido. Mejor para mí: así sobrará una taza de café», pensó la esposa. Y arrojó un panecillo sobre la mesa.

Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac encima del camisón de dormir, se sentó a la mesa provisto de sal y dos cebollas, empuñó un cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo cortado en dos se fijó en una de las mitades y, muy sorprendido, descubrió un cuerpo blanquecino entre la miga. Iván Yákovlevich lo tanteó con cuidado, valiéndose del cuchillo, y lo palpó. «¡Está duro! -se dijo para sus adentros-. ¿Qué podrá ser?»

Metió dos dedos y sacó... ¡una nariz! Iván Yákovlevich estaba pasmado. Se restregó los ojos, volvió a palpar aquel objeto: nada, que era una nariz. ¡Una nariz! Y, además, parecía ser la de algún conocido. El horror se pintó en el rostro de Iván Yákovlevich. Sin embargo, aquel horror no era nada, comparado con la indignación que se adueñó de su esposa.

-¿Dónde has cortado esa nariz, so fiera? -gritó con ira-. ¡Bribón! ¡Borracho! Yo misma daré parte de ti a la policía. ¡Habrase visto, el bribón! Claro, así he oído yo quejarse ya a tres parroquianos. Dicen que, cuando los afeitas, les pegas tales tirones de narices que ni saben cómo no te quedas con ellas entre los dedos.

Mientras tanto, Iván Yákovlevich parecía más muerto que vivo. Acababa de darse cuenta de que aquella nariz era nada menos que la del asesor colegiado Kovaliov, a quien afeitaba los miércoles y los domingos.

-¡Espera, Praskovia Osipovna! Voy a dejarla de momento en un rincón, envuelta en un trapo, y luego me la llevaré.

-¡Ni hablar! ¡Enseguida voy a consentir yo una nariz cortada en mi habitación!... ¡Esperpento! Como no sabe más que darle correa a la navaja para suavizarla, pronto será incapaz de cumplir con su cometido. ¡Estúpido! ¿Crees que voy a cargar yo con la responsabilidad cuando venga la policía? ¡Fuera esa nariz! ¡Fuera! ¡Llévatela adonde quieras! ¡Que no vuelva yo a saber nada de ella!

Iván Yákovlevich seguía allí como petrificado, pensando y venga a pensar, sin que se le ocurriera nada.

-El demonio sabrá cómo ha podido suceder esto -dijo finalmente, rascándose detrás de una oreja-. ¿Volví yo borracho anoche, o volví fresco? No podría decirlo a ciencia cierta. Ahora bien, según todos los indicios, éste debe ser un asunto enrevesado, ya que el pan es una cosa y otra cosa muy distinta es una nariz. ¡Nada, que no lo entiendo!

Iván Yákovlevich enmudeció, a punto de desmayarse ante la idea de que la policía llegase a encontrar la nariz en su poder y lo empapelara.

Le parecía estar viendo ya el cuello rojo del uniforme, todo bordado en plata, la espada... y temblaba de pies a cabeza. Finalmente, agarró la ropa y las botas, se puso todos aquellos pingos y, acompañado por las desabridas reconvenciones de Praskovia Osipovna, se echó a la calle llevando la nariz envuelta en un trapo.

Tenía la intención de deshacerse del envoltorio en cualquier parte, tirándolo tras el guardacantón de una puerta cochera o dejándolo caer como inadvertidamente y torcer luego por la primera bocacalle. Lo malo era que, en el preciso momento, se cruzaba con algún conocido, que enseguida empezaba a preguntarle:

«¿A dónde vas?, o ¿a quién vas a afeitar tan temprano?», de manera que a Iván Yákovlevich se le escapaba la ocasión propicia. Una vez consiguió dejarlo caer, pero un guardia urbano le hizo señas desde lejos con su alabarda al tiempo que le advertía: «¡Eh! Algo se te ha caído. Recógelo». De modo que Iván Yákovlevich tuvo que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo.

Lo embargaba la desesperación, sobre todo porque el número de transeúntes se multiplicaba sin cesar, a medida que se abrían los comercios y los puestos.

Tomó la decisión de llegarse al puente Isákievski, por si conseguía arrojar la nariz al río Neva... Pero, a todo esto, he de pedir disculpas por no haber dicho hasta ahora nada acerca de Iván Yákovlevich, persona honorable bajo muchos conceptos.

Como todo menestral ruso que se respete, Iván Yákovlevich era un borracho empedernido. Y aunque a diario afeitaba mentones ajenos, el suyo estaba eternamente sin rapar. El frac de Iván Yákovlevich (porque Iván Yákovlevich jamás usaba levita) ostentaba tantos lamparones parduzcos y grises que, a pesar de ser negro, parecía hecho de tela estampada; además tenía el cuello lustroso de mugre y unas hilachas en el lugar de tres botones. Iván Yákovlevich era un gran cínico. El asesor colegiado Kovaliov solía decirle mientras lo afeitaba: «Siempre te apestan las manos, Iván Yákovlevich.» A lo que Iván Yákovlevich contestaba preguntando a su vez: «¿Y por qué han de apestarme?» El asesor colegiado insistía: «No lo sé, hombre; pero te apestan.» Por lo cual, y después de aspirar una toma de rapé, Iván Yákovlevich le aplicaba el jabón a grandes brochazos en las mejillas, debajo de la nariz, detrás de las orejas, en el cuello... Donde se le antojaba, vamos.

Nuestro respetable ciudadano se encontraba ya en el puente de Isákievski. Empezó por mirar a su alrededor, luego se asomó por encima del pretil como para ver si había muchos peces debajo del puente y arrojó disimuladamente el trapo con la nariz. Notó como si le hubieran quitado de golpe diez puds de encima: incluso esbozó una sonrisita socarrona. Y entonces, cuando en vez de marcharse a rapar mentones oficinescos se dirigía a tomar un vaso de ponche en cierto establecimiento cuyo rótulo decía «Comidas y té», divisó de pronto al final del puente a un guardia de gallarda apostura y frondosas patillas con su tricornio y su espada. Se quedó frío: el guardia lo llamaba con un dedo y decía:

-Ven para acá, hombre.

Conocedor de las ordenanzas, Iván Yákovlevich se quitó el gorro desde lejos y obedeció a toda prisa con estas palabras:

-¡Salud tenga usía!

-Deja, hombre, déjate de usías y explícame lo que estabas haciendo ahí en el puente.

-Por Dios le juro, señor, que iba a afeitar a un parroquiano y sólo me detuve a mirar si llevaba mucha agua el río.

-¡Mentira! Estás mintiendo. Pero, no te ha de valer. Haz el favor de contestar.

-Estoy dispuesto a afeitar a vuestra merced dos veces por semana, o incluso tres, sin rechistar -contestó Iván Yákovlevich.

-¡Quiá! Déjate de bobadas, amigo. A mí me afeitan ya tres barberos, y lo tienen a mucha honra. Conque haz el favor de contarme lo que estabas haciendo allí.

Iván Yákovlevich se puso lívido... Pero el suceso queda a partir de aquí totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo ocurrido después.

II

El asesor colegiado Kovaliov se despertó bastante temprano y resopló -«brrr...»-, cosa que hacía siempre al despertarse, aunque ni él mismo habría podido explicar por qué razón. Kovaliov se desperezó y pidió un espejo pequeño que había encima de la mesa. Quería verse un granito que le había salido la noche anterior en la nariz. Y entonces, para gran asombro suyo, en el lugar de su nariz descubrió una superficie totalmente lisa. Mandó que le trajeran agua y se frotó los ojos con una toalla húmeda: ¡nada, que no estaba la nariz! Comenzó a palparse, preguntándose si estaría dormido. Pero, no; no era una figuración. El asesor colegiado Kovaliov se tiró precipitadamente de la cama, sacudiendo la cabeza con preocupación: ¡no tenía nariz! Pidió su ropa al instante y partió como una flecha a ver al jefe de policía.

A todo esto, bueno sería decir unas palabras acerca de Kovaliov para poner al lector en antecedentes del rango de nuestro asesor colegiado. Los asesores colegiados que han obtenido su título mediante estudios respaldados por certificaciones científicas no pueden ser comparados en modo alguno con aquellos que se han firmado en el Cáucaso. Son dos categorías enteramente distintas. Los asesores colegiados... Pero, Rusia es un país tan peregrino que basta decir algo acerca de un asesor colegiado para que, desde Riga hasta Kamchatka, se den por aludidos todos cuantos poseen igual título... Y lo mismo sucede con todos los demás títulos o grados. Kovaliov era asesor colegiado del Cáucaso. Sólo hacía dos años que ostentaba el título, hecho que no se permitía olvidar ni por un instante. De manera que, para darse más prestancia y fuste, nunca se presentaba como asesor colegiado sino como mayor. «Oye, guapa, pásate por mi casa -solía decir al cruzarse en la calle con alguna vendedora de pecheras almidonadas-. Está en la calle Sadóvaya. Con que preguntes dónde vive el mayor Kovaliov, cualquiera te lo dirá.» Y si se encontraba con una de buen palmito, precisaba confidencialmente: «Pregunta por el piso del mayor Kovaliov, ¿eh, preciosa?» Por eso mismo, también nosotros llamaremos mayor a este asesor colegiado.

El mayor Kovaliov tenía el hábito de pasear todos los días por la Avenida Nevski. Llevaba siempre el cuello de la pechera muy limpio y almidonado. Sus patillas eran como las que todavía usan los agrimensores provinciales y comarcales, los arquitectos y los médicos de regimiento, igual que los funcionarios de policía y, en general, todos esos caballeros de mejillas rubicundas y sonrosadas que suelen jugar muy bien al boston: son unas patillas que bajan hasta media cara y llegan en línea recta a la misma nariz. El mayor Kovaliov lucía multitud de dijes, unos de cornalina, otros con escudos labrados y también de los que llevan grabadas las palabras miércoles, jueves, lunes, etc. El mayor Kovaliov había viajado a San Petersburgo para ciertos menesteres consistentes en buscar un acomodo a tenor con su rango: un nombramiento de vicegobernador, si lo conseguía, o, en todo caso, el de ejecutor en algún Departamento de fuste. El mayor Kovaliov tampoco estaba en contra de casarse, pero sólo en el caso de que acompañara a la novia un capital de doscientos mil rublos. Por todo lo cual podrá comprender ahora el lector el estado de ánimo de este mayor al descubrir un estúpido espacio plano y liso en lugar de su nariz, que no era nada fea ni desproporcionada.

Para colmo de males, no aparecía ni un solo coche de punto por la calle, y el mayor tuvo que caminar a pie, embozado en su capa y cubriéndose la cara con un pañuelo como si fuera sangrando. «Pero, bueno, ¿no será esto una figuración mía? Es imposible que una nariz se extravíe así, estúpidamente», pensó, y entró en una pastelería, con el solo fin de mirarse al espejo. Por fortuna, no había parroquianos en el establecimiento. Unos chicuelos barrían el local y ordenaban los asientos mientras otros, con ojos de sueño, sacaban bandejas de pastelillos recién hechos; sobre las mesas y las sillas andaban tirados periódicos de la víspera manchados de café. «¡Menos mal que no hay nadie! -se dijo Kovaliov-. Ahora podré mirarme.» Se acercó tímidamente al espejo y miró. «Pero, ¿qué demonios de porquería es ésta? -profirió soltando un salivazo-. ¡Si por lo menos hubiera algo en lugar de la nariz!... ¡Pero, es que no hay nada!»

Salió de la pastelería mordiéndose los labios de rabia y, en contra de sus hábitos, decidió no mirar ni sonreír a nadie. De pronto, se detuvo atónito a la entrada de una casa. Ante sus ojos se produjo un fenómeno inexplicable: un carruaje paró al pie de la puerta principal y, cuando se abrió la portezuela, saltó a tierra, ligeramente encorvado, un caballero de uniforme que subió con presteza la escalinata. Cuál no sería el sobresalto, y al mismo tiempo la estupefacción de Kovaliov al reconocer a su propia nariz. A la vista de semejante portento, le pareció que todo daba vueltas a su alrededor. Notó que apenas podía tenerse en pie y, sin embargo, decidió, aunque tiritando como si tuviera fiebre, aguardar a toda costa a que volviera a subir al coche. Efectivamente, a los dos minutos salió la nariz. Vestía uniforme bordado en oro, de cuello alto, y pantalón de gamuza y llevaba la espada al costado. El penacho del tricornio indicaba que poseía el rango de consejero de Estado. Según todas las apariencias, estaba haciendo visitas. Miró a un lado y a otro, llamó de un grito al cochero, subió al carruaje y partió.

El pobre Kovaliov estuvo a punto de volverse loco.

No sabía ni qué pensar de tan extraño suceso. En efecto, ¿cómo podía vestir uniforme una nariz que, la víspera sin ir más lejos, se encontraba en mitad de su cara y no era capaz de desplazarse, ni en carruaje ni a pie, por sí sola? Corrió en pos del vehículo que, felizmente, pronto se detuvo ante la iglesia de Nuestra Señora de Kazán.

Kovaliov corrió hacia el templo, abriéndose paso entre las filas de viejas mendigas -entrapajadas hasta el extremo de que sólo quedaban dos orificios para los ojos- de las que tanto se burlaba antes, y penetró en la iglesia. Había pocos fieles y casi todos se habían quedado cerca de la puerta. Kovaliov se hallaba en tal estado de consternación que ni siquiera tenía ánimos para rezar, y buscaba con los ojos a aquel caballero por todos los rincones. Al fin lo descubrió, un poco apartado. La nariz tenía el rostro totalmente oculto por el gran cuello alto y oraba con extraordinaria devoción.

«¿Cómo lo abordaría? -se preguntó Kovaliov-. A la vista está, por el uniforme, por el tricornio, que se trata de un consejero de Estado. El demonio sabrá...»

Carraspeó varias veces cerca de la nariz, que no abandonaba ni por un instante su devota actitud ni cesaba en sus genuflexiones.

-Caballero... -dijo Kovaliov, haciendo un esfuerzo para darse ánimos-. Caballero...

-¿Qué se le ofrece? -preguntó la nariz volviendo la cara.

-Estoy extrañado, caballero... Me parece... Debería usted saber cuál es su sitio. De repente lo encuentro a usted... ¿Y dónde le encuentro? En una iglesia. Habrá de convenir que...

-Perdone usted, pero no logro entender lo que tiene usted a bien decirme. Explíquese.

«¿Cómo voy a explicarme?» -pensó Kovaliov-, y luego, sacando fuerzas de flaqueza, comenzó:

-Claro que yo... Por cierto, he de decirle que soy mayor y eso de andar por ahí sin nariz, como usted comprenderá, es indecoroso. Sin nariz podría pasar cualquiera de esas vendedoras de naranjas peladas del puente de Voskresenski; pero yo, que aspiro a obtener..., habiendo sido presentado en muchas casas donde hay damas como la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, y otras muchas... Hágase usted cargo... Yo no sé, caballero... -al llegar aquí, el mayor Kovaliov se encogió de hombros-. Usted perdone, pero considerando todo esto desde el punto de vista de las normas del deber y del honor..., usted mismo comprenderá...

-Pues no. No comprendo absolutamente nada -contestó la nariz-. Hable de modo más explícito.

-Caballero... -replicó Kovaliov con aire muy digno-, no acierto a interpretar sus palabras... Me parece que el asunto está bien claro. ¡O pretende usted... ¡Pero si usted es mi propia nariz!

La nariz consideró al mayor y frunció un poco el ceño.

-Está usted en un error, caballero. Yo soy yo, además, que entre nosotros no puede haber la menor relación directa, pues a juzgar por los botones de su uniforme, usted pertenece a otro departamento que yo.

Dicho esto, la nariz volvió la cabeza y prosiguió sus oraciones.

Totalmente confuso, Kovaliov se quedó sin saber qué hacer y ni siquiera qué pensar. En esto se escuchó el encantador rumor de unas vestiduras femeninas. Llegaba una señora de cierta edad, toda encajes, y con ella otra, muy esbelta, con un vestido blanco que dibujaba a la perfección su fina silueta y un sombrero de paja ligero como un pastel.

Un lacayo alto, con frondosas patillas y una buena docena de esclavinas en la librea, se situó detrás de ellas y abrió una tabaquera.

Kovaliov se acercó un poco, estiró el cuello de batista de su pechera, retocó los dijes colgantes de la cadena de oro y, sonriendo a un lado y a otro, fijó su atención en la etérea dama que se inclinaba levemente, parecida a una florecilla de primavera, y elevaba hacia la frente su breve mano blanca de dedos traslúcidos. La sonrisa de Kovaliov se acentuó cuando divisó, bajo el sombrero, su mentón redondo, deslumbrante de blancura, y parte de la mejilla teñida por el color de la primera rosa primaveral. Pero de pronto pegó un respingo como si se hubiera quemado con algo. Recordó que no tenía absolutamente nada en lugar de nariz y se le saltaron las lágrimas. Dio media vuelta con objeto de tildar sin rodeos de farsante y miserable al señor del uniforme, para decirle que no era ni por asomo consejero de Estado, sino única y exclusivamente su propia nariz... Pero ya no estaba allí la nariz. Se conoce que, entre tanto, había salido disparada para continuar sus visitas.

Esta circunstancia sumió a Kovaliov en la desesperación. Salió de la iglesia y se detuvo un instante bajo el pórtico, escudriñando hacia todas partes por si divisaba en algún sitio a su nariz. Recordaba muy bien que llevaba tricornio con penacho y uniforme bordado en oro, pero no se había fijado en el capote, ni en el color del carruaje, ni en los caballos y ni siquiera en si llevaba lacayo detrás y cómo era su librea. Con la particularidad de que habría sido difícil identificar aquel carruaje entre tantos, como circulaban en uno y otro sentido a toda velocidad. Además, aunque lo hubiese identificado, no tenía a su alcance ningún medio para hacerlo detenerse. Hacía un día espléndido y soleado. La Avenida Nevski era un hormiguero de gente. Desde el puente de Politséiski hasta el de Anichkin cubría las aceras una policroma cascada femenina. Kovaliov divisó también a un consejero de la Corte conocido suyo a quien siempre daba el tratamiento de teniente coronel, especialmente si se hallaban ante extraños. Luego vio a Yariguin, jefe de negociado en el Senado, gran amigo suyo, que siempre era pillado en renuncio al boston cuando jugaba el ocho. Y otro mayor, con asesoría del Cáucaso, que agitaba una mano llamándolo...

-¡Maldita sea! -masculló Kovaliov-. ¡Eh, cochero! ¡A la prefectura de policía!

Kovaliov subió al vehículo y se pasó todo el trayecto gritándole al cochero: «¡arrea, hombre, arrea!»

-¿Está en su despacho el señor prefecto? -preguntó a voz en cuello al penetrar en el vestíbulo.

-No, señor -contestó el conserje-. Acaba de salir.

-¡Ésta sí que es buena!

-Y no hace mucho que salió, por cierto -añadió el conserje-. Con haber llegado un momento antes, quizá lo hubiera encontrado.

Sin apartar el pañuelo de su rostro, Kovaliov regresó al coche de alquiler y ordenó con acento desesperado:

-¡Tira!

-¿Hacia dónde? -inquirió el cochero.

-Derecho.

-¡Derecho! ¡Pero, si estamos en un cruce! A la derecha o a la izquierda?

Esta pregunta dejó cortado a Kovaliov y lo obligó a reflexionar de nuevo. En su situación, lo lógico era acudir, antes que nada, a la Dirección de Seguridad, y no por su relación directa con la policía, sino porque sus disposiciones podían ser mucho más expeditas que las de otras instancias. En cuanto a buscar justicia recurriendo a las autoridades superiores del Departamento al que dijo pertenecer la nariz, no tenía sentido, pues de las propias respuestas de la nariz se podía colegir que no había nada sagrado para aquel sujeto y era muy capaz de mentir en esa circunstancia, lo mismo que había mentido al afirmar que nunca se habían visto. De modo que Kovaliov iba a ordenar ya al cochero que lo condujera a la Dirección de Seguridad, cuando de nuevo lo asaltó la idea de que aquel redomado bribón, que con tanta desfachatez se había comportado durante la primera entrevista, podía muy bien aprovechar el tiempo para escabullirse de la ciudad y todas las pesquisas serían entonces inútiles o podían durar un mes entero si Dios no ponía remedio. Finalmente, como si el cielo lo iluminara, decidió personarse en la oficina de publicidad para que apareciera en los periódicos, sin pérdida de tiempo, un anuncio con la descripción detallada de todas las señas, de manera que cuantos se encontraran con él pudieran conducirlo, acto seguido, a su presencia o, por lo menos, darle a conocer su paradero. Nada más tomar esta decisión, ordenó al cochero que lo llevara a la oficina de publicidad, y fue todo el trayecto aporreándole la espalda con el puño, repitiendo: «¡Date prisa, miserable! ¡Date prisa, bribón!» A lo que el cochero sólo contestaba: «¡Ay, señorito!...», sacudiendo la cabeza y arreando con las riendas a su caballo, tan peludo como un perro de lanas. El carruaje se detuvo al fin, y Kovaliov irrumpió todo jadeante en una oficina de reducidas dimensiones. Detrás de una mesa, un empleado canoso y con gafas, que vestía un viejo frac, recontaba las monedas que había cobrado, manteniendo la pluma entre los dientes.

-¿Quién recibe aquí los anuncios? -preguntó Kovaliov en un grito-. ¡Ah! Buenos días.

-Muy buenos los tenga usted -contestó el empleado canoso alzando un momento los ojos y volviendo a posarlos en el dinero que contaba.

-Desearía insertar...

-Perdone. Le ruego que aguarde un instante -profirió el empleado anotando un número en un papel al tiempo que pasaba dos bolas de ábaco con la mano izquierda.

Un lacayo de casa grande, a juzgar por su empaque y por su librea galonada, esperaba junto a la mesa con una nota en la mano y consideró oportuno patentizar su urbanidad:

-Le aseguro, caballero, que el perrillo no vale ochenta kopecs. Es más: yo no daría ni cuatro por él. Pero la Condesa le tiene cariño; sí, le tiene cariño, y ya ve usted: ¡cien rublos a quien lo encuentre! Si hemos de hablar con propiedad, así, como estamos aquí usted y yo, hay personas que tienen gustos disparatados. Puestos a tener un perro, que sea uno de muestra, o un maltés. Y entonces, no hay que reparar en quinientos rublos; ni siquiera en mil, con tal de que sea lo que se dice todo un perro.

El respetable empleado escuchaba todo aquello con aire entendido, aunque sin dejar por eso de calcular las letras del anuncio que le habían entregado. Alrededor se apretujaban viejucas, dependientes de comercio y porteros; todos con alguna nota en la mano. Una era ofreciendo los servicios de un cochero de conducta sobria; otra un carruaje en buen uso, traído de París el año 1814, y otra más una moza de diecinueve años, sabiendo lavar y planchar, así como otras faenas... Se vendía una calesa resistente, aunque le faltaba una ballesta, un joven y brioso caballo rodado de diecisiete años, simientes de nabo y rábano recién recibidas de Londres, una casa de campo con todas sus dependencias, dos cuadras para caballos y un terreno donde se podía plantar un magnífico soto de abedules o abetos... También había un aviso para quienes desearan adquirir suelas usadas, invitándolos a la reventa que se efectuaba diariamente de ocho a tres. El cuarto donde se hacinaba toda aquella gente era pequeño y la atmósfera estaba sumamente cargada; pero el asesor colegiado no podía percibir el olor porque se cubría la cara con el pañuelo y porque su nariz se encontraba Dios sabía dónde.

-Permítame preguntarle, señor mío... Es muy urgente, -pronunció al fin con impaciencia.

-Ahora mismo, ahora mismo... Son dos rublos con cuarenta y tres kopecs. Enseguida lo atiendo. Un rublo con sesenta y cuatro kopecs -decía el empleado canoso arrojándoles a viejucas y porteros sus respectivos recibos a la cara-. ¿Deseaba usted? -preguntó al fin dirigiéndose a Kovaliov.

-Pues, quisiera... -contestó Kovaliov-. He sido víctima de una extorsión o de una superchería..., no podría decirlo a ciencia cierta hasta este momento... Sólo quisiera anunciar que quien me traiga a ese canalla será cumplidamente recompensado.

-¿Su apellido, por favor?

-¿Mi apellido? ¡No! ¿Para qué? No puedo decirlo. ¡Con tantas amistades como tengo! La señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado... Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial superior... ¿Y si se enteraran de pronto? ¡Dios me libre! Puede usted poner, sencillamente, un asesor colegiado o, mejor todavía, un caballero con el grado de mayor.

-Y el que se le ha escapado, ¿era siervo suyo?

-¿Quién habla de un siervo? Eso no sería una granujada muy grande. Lo que se me ha escapado es... la nariz...

-¡Jum! ¡Qué apellido tan raro! ¿Y le ha estafado mucho ese señor?

-No me ha entendido usted. Cuando digo nariz, no me refiero a un apellido, sino a mi propia nariz, que ha desaparecido sin dejar rastro. ¡Alguna jugarreta del demonio!

-Pero, ¿de qué modo ha desaparecido? No acabo de hacerme cargo.

-Tampoco podría decir yo de qué modo ha desaparecido; pero lo esencial es que ahora anda de un lado para otro por la ciudad y se hace pasar por consejero de Estado. Por eso le ruego poner el anuncio: para que quien le eche mano me la traiga inmediatamente, sin dilación alguna. Hágase usted cargo: ¿cómo me las voy a arreglar sin un apéndice tan visible? Porque no se trata de un simple meñique del pie, por ejemplo, que va metido dentro de la bota y nadie advierte su falta. Yo suelo ir los jueves a casa de la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado. También me distinguen con su amistad Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial de Estado Mayor, y su hija, que es un encanto. Conque, dígame usted qué hago yo ahora. No puedo presentarme a ellas de ninguna manera.

El empleado se puso a cavilar, lo que podía colegirse por el modo de apretar los labios.

-Pues, no. No puedo insertar ese anuncio -dictaminó al fin, después de un largo silencio.

-¿Cómo? ¿Por qué no?

-Porque podría desprestigiar a un periódico. Si ahora se pone a escribir la gente que se le ha escapado la nariz, pues... Demasiado se murmura ya de que publicamos muchos disparates y bulos.

-¿Y por qué es esto un disparate? Me parece que no tiene nada de particular.

-Eso se lo parece a usted. Bueno, pues mire: la semana pasada ocurrió algo por el estilo. Se presentó un funcionario, de la misma manera que se ha presentado usted ahora, con una nota que le salió por dos rublos y setenta y tres kopecs, anunciando en todo y por todo que se había escapado un perro de aguas de pelo negro. Al parecer, nada de particular, ¿verdad? Pues resultó un embrollo: se trata del cajero de no recuerdo qué establecimiento.

-Pero el anuncio que yo le traigo no se refiere a ningún perro, sino a mi propia nariz, cosa que equivale casi a mi propia persona.

-No. Yo no puedo insertar en modo alguno un anuncio así.

-Pero, ¡si es verdad que se ha extraviado mi nariz!

-Entonces, eso es cosa de los médicos. Los hay, según cuentan, que son capaces de ponerle a la gente la nariz que quiera. Pero, estoy viendo que es usted un hombre de buen humor y amigo de gastar bromas.

-¡Por Dios santo, le juro que es verdad! En fin, si hasta aquí hemos llegado, ahora verá usted mismo...

-¿Para qué se va a molestar? -protestó el empleado tomando un poco de rapé-. Aunque, si no le hace extorsión -añadió, picado ya por la curiosidad-, me gustaría verlo.

El asesor colegiado retiró el pañuelo de su rostro.

-Es rarísimo, efectivamente -opinó el empleado-. Tiene el sitio de la nariz tan liso como la palma de la mano. Sí, sí, increíblemente liso...

-¿Seguirá discutiendo ahora? Ya lo está viendo: no hay más remedio que publicarlo. Le quedaré especialmente agradecido, y celebro que este suceso me haya proporcionado el placer de conocerle...

Como puede verse, el mayor llegó incluso a rebajarse un poco en esta ocasión.

-Claro que publicarlo no cuesta ningún trabajo -dijo el empleado-, aunque no veo que saque provecho alguno de ello. Si tanto interés tiene, cuéntele el caso a alguien que tenga la pluma fácil para que lo describa como un fenómeno de la naturaleza y lo publique en La abeja del Norte -aquí sorbió otro poco de tabaco- para instrucción de la juventud -aquí se limpió la nariz- o simplemente como un hecho curioso.

El asesor colegiado estaba totalmente apabullado. Bajó los ojos, que tropezaron con la cartelera de espectáculos al pie de un periódico. Iba a sonreír al leer el nombre de una encantadora actriz y echaba ya mano al bolsillo para comprobar si llevaba algún billete de cinco rublos, pues los oficiales superiores, en opinión de Kovaliov, debían sentarse en el patio de butacas, cuando el recuerdo de la nariz echó por tierra toda su alegría.

Al propio empleado pareció afectarle la situación peliaguda de Kovaliov. Y creyó oportuno mitigar un poco su pesar con algunas palabras de simpatía.

-En verdad lamento mucho el percance que le ha sucedido. ¿No quiere usted tomar un poco de rapé? Disipa los dolores de cabeza y los disgustos. Incluso va bien para las hemorroides.

Con estas palabras, el empleado presentó a Kovaliov su tabaquera escamoteando con bastante agilidad la tapa que representaba a una señora con sombrero.

Esta acción impremeditada sacó de sus casillas a Kovaliov.

-No comprendo cómo se le ocurren esas bromas -dijo irritado-. ¿No está viendo que me falta, precisamente, lo necesario para aspirar el rapé? ¡Al diablo con su tabaco! Ahora no puedo ni verlo, aunque me lo ofreciera de la mejor marca y no esa porquería que fabrica Berezin.

Dicho lo cual, salió profundamente contrariado de la oficina de publicidad para dirigirse a casa del comisario de policía; hombre muy aficionado al azúcar. En el recibimiento, que hacía las veces de comedor, había gran cantidad de pilones de azúcar, amistosa ofrenda de los comerciantes. La sirvienta estaba quitándole al comisario las botas altas de reglamento; la espada y demás atributos guerreros pendían ya pacíficamente en sus rincones; el imponente tricornio había pasado a manos del hijo del comisario, un niño de tres años, y el propio comisario se disponía, después del batallar cotidiano, a gozar de una calma deliciosa.

Kovaliov se presentó cuando el comisario decía, entre un desperezo y un resoplido: «¡Vaya dos horitas de siesta que me voy a echar!» De lo cual podía colegirse que la llegada del mayor era totalmente intempestiva. Y no creo que le hubiera recibido con excesiva afabilidad aun trayéndole en ese momento unas libras de té o una pieza de paño. El comisario era gran amante de todas las artes y los productos manufacturados, aunque por encima de todo prefería los billetes de banco. «Esto sí que es bueno -solía decir-. No hay nada mejor. No piden de comer, ocupan tan poco sitio que siempre caben en el bolsillo y si se caen, no se rompen.»

El comisario dispensó a Kovaliov una acogida bastante fría y dijo que después de comer no era el momento de realizar investigaciones, que era mandato de la propia naturaleza descansar un poco después de alimentarse suficientemente (de lo cual pudo deducir el asesor colegiado que el comisario no ignoraba las sentencias de los sabios de la Antigüedad), que a ninguna persona de orden le arrancan la nariz y que anda por el mundo buen número de mayores de toda calaña que ni siquiera tienen ropa interior decente y frecuentan lugares poco recomendables.

Lo que se llama un buen revolcón. Preciso es señalar que Kovaliov era un hombre sumamente susceptible. Podía perdonar cuanto dijeran de su persona, pero de ningún modo lo que se refiriese a su categoría o a su título. Incluso opinaba que en las obras de teatro se podía pasar por alto todo lo relativo a los oficiales subalternos, pero que de ahí para arriba era inadmisible cualquier ataque. El recibimiento dispensado por el comisario lo ofuscó tanto que sacudió la cabeza y dijo muy digno, abriendo un poco los brazos: «Confieso que, después de observaciones tan afrentosas por su parte, yo no puedo añadir nada...», y se retiró.

Llegó a su casa tan cansado que casi no podía tenerse. Había caído la tarde. Después de tantas gestiones infructuosas, su domicilio le pareció tristón y de lo más repugnante. Cuando entró en el recibimiento descubrió a Iván, su criado, tumbado de espaldas en un mugriento sofá de cuero y dedicado a escupir al techo con tanta puntería que muchas veces acertaba en el mismo sitio. Indignado ante tal indiferencia, Kovaliov le pegó un sombrerazo en la frente rezongando: «Tú siempre haciendo estupideces, ¡cerdo!».

Iván se levantó de un brinco y corrió a quitarle la capa.

Al entrar en su cuarto, el mayor se dejó caer cansado y abatido en un sillón y al fin dijo, después de unos cuantos suspiros:

-¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué habré hecho yo para merecer este castigo? Si me hubiera quedado sin un brazo, o sin una pierna, habría sido preferible; incluso sin orejas, aunque estaría mal, aún podría pasar. Pero, ¿qué diablos es un hombre sin nariz? No es un pajarraco ni es un ciudadano honrado. Nada; una cosa que se puede tirar sencillamente por la ventana. Y bueno que el percance hubiera ocurrido en la guerra o en un duelo o por culpa mía. Pero, ¡es que mi nariz ha desaparecido sin más ni más, tontamente!... Aunque, no; no puede ser -añadió después de pensarlo un poco-. Es inconcebible que desaparezca una nariz: de todo punto inconcebible. O estoy soñando, o es una figuración; seguro. O quizá me haya bebido por equivocación, en vez de agua, el vodka de friccionarme la cara después del afeitado. El estúpido de Iván no lo volvería a su sitio, y yo me lo bebí.

Para convencerse de que, efectivamente, no estaba borracho, el mayor se pegó tal pellizco que no pudo reprimir un grito. Aquel dolor lo persuadió de que era realidad todo lo que hacía y lo que le pasaba. Se acercó sigilosamente al espejo, y primero cerró los ojos con la esperanza de que quizá apareciera la nariz en su sitio cuando los abriera, pero al instante pegó un respingo y retrocedió exclamando:

-¡Qué asco de cara!

En efecto, aquello era incomprensible. Si se hubiera perdido un botón, una cuchara de plata, un reloj o cosa por el estilo... Pero, ¡perderse aquello! Y dentro de casa, además... Sopesando todas las circunstancias, el mayor consideró como más probable la hipótesis de que el culpable sólo podía ser la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, que pretendía casar a su hija con Kovaliov. Y él, aunque le agradaba cortejarla, eludió un compromiso definitivo. De manera que cuando la señora Podtóchina le declaró sin ambages que deseaba dársela en matrimonio, él recogió velas poco a poco en sus asiduidades, alegando que todavía era joven y que aún necesitaba hacer méritos en su carrera unos cinco años para cumplir los cuarenta y dos. Y entonces, seguramente por venganza, la señora Podtóchina urdió aquello de desfigurarle, pagando a cualquier bruja agorera, pues no podía admitirse en modo alguno que la nariz hubiera sido cercenada: nadie había entrado en su habitación. Iván Yákovlevich, el barbero, lo afeitó el miércoles, y Kovaliov conservó su nariz íntegra durante todo el miércoles e incluso el jueves a lo largo de todo el día. Eso lo recordaba y lo sabía muy bien. Además, hubiera notado dolor y, desde luego, la herida no habría podido cicatrizarse tan pronto y quedar lisa como la palma de la mano. Se puso a cavilar en si debía denunciar en toda regla a la señora Podtóchina ante los tribunales o personarse él en su casa y echarle en cara su acción. Vino a interrumpir sus reflexiones un destello de luz que penetró por todas las rendijas de la puerta y era indicio de que Iván había encendido ya una vela en el recibimiento. Enseguida apareció el propio Iván con ella, iluminando la estancia. El primer movimiento de Kovaliov fue echar mano de un pañuelo y cubrirse el lugar que su nariz ocupaba todavía la víspera para que aquel estúpido no se quedara con la boca abierta ante un hecho tan insólito en su señor.

Apenas se había retirado Iván a su cuchitril cuando una voz desconocida se dejó oír en el recibimiento:

-¿Vive aquí el asesor colegiado Kovaliov?

-Adelante. Aquí está el mayor Kovaliov -contestó él mismo, levantándose precipitadamente para abrir la puerta.

Entró un guardia de buena prestancia, con patillas no muy claras ni tampoco oscuras y mejillas bastante llenas: el mismo que al comienzo de nuestro relato vimos en un extremo del puente Isákievski.

-¿Es usted el caballero que ha perdido la nariz?

-En efecto.

-Pues ha aparecido.

-¿Qué me dice usted? -lanzó un grito el mayor Kovaliov, y se quedó sin habla de la alegría, mirando fijamente al guardia plantado delante de él, en cuyos mofletes y labios abultados se reflejaba la trémula luz de la vela-. ¿Cómo ha sucedido?

-Por pura casualidad. Le echamos mano cuando casi estaba en camino: iba a tomar ya la diligencia para marcharse a Riga. Y el pasaporte había sido extendido hace ya tiempo a nombre de cierto funcionario. Lo extraño es que, al principio, yo mismo lo tomé por un caballero. Afortunadamente llevaba las gafas, y enseguida me di cuenta de que se trataba de una nariz. Porque le diré que yo soy miope y, si se coloca usted delante de mí, yo sólo veo su cara, pero sin distinguir la nariz, la barba ni nada. Mi suegra, es decir, la madre de mi esposa, tampoco ve nada.

Kovaliov estaba como loco.

-¿Dónde está? ¿Dónde? Voy corriendo...

-No tiene usía por qué molestarse. Suponiendo que le haría a usted falta, la traigo yo. Y, ya ve usted qué raro: el autor principal del hecho es un pícaro barbero de la calle Voznesénskaia que ahora está detenido en el cuartelillo. Hace ya tiempo que yo andaba tras él por borracho y ratero. Anteayer, sin ir más lejos, robó una docena de botones en una tienda. En cuanto a la nariz de usía, está exactamente igual que estaba.

Con estas palabras, el guardia metió la mano en un bolsillo, de donde extrajo la nariz envuelta en un papel.

-¡Ésa es! ¡Sí, sí! -gritó Kovaliov-. Hoy tiene usted que quedarse a tomar una taza de té conmigo.

-Aceptaría con sumo gusto, pero no puedo de ninguna manera: desde aquí tengo que acercarme al manicomio. Han subido mucho los precios de todas las subsistencias... Yo debo mantener a mi suegra, la madre de mi esposa, que vive con nosotros, y a mis hijos. El mayor, sobre todo, es un chico listo, que promete mucho, pero carezco totalmente de posibilidades para darle estudios...

Kovaliov se dio por enterado y, tomando de encima de la mesa un billete de diez rublos, lo puso en manos del guardia que abandonó la estancia después de pegar un taconazo y cuya voz oyó Kovaliov casi al instante en la calle aleccionando, con acompañamiento de puñetazos, a un estúpido mujik que se había metido en la acera con su carreta.

Después de marcharse el guardia, permaneció el asesor colegiado unos minutos como aturdido y sólo al cabo de ese tiempo, tal era el desconcierto que le produjo la inesperada alegría, recobró la capacidad de ver y sentir. Tomó con precaución la nariz en el cuenco formado por las dos manos y volvió a observarla atentamente.

-Es ella, claro que sí -decía el mayor Kovaliov-. Aquí está, en el lado izquierdo, el granito que le salió ayer.

El mayor estuvo a punto de soltar la risa de alegría.

Pero no hay nada eterno en el mundo. Por eso, la alegría del primer instante no es ya tan viva a los dos minutos, al tercero se debilita más aún y al fin se diluye inadvertidamente con el estado de ánimo habitual, lo mismo que el círculo formado en el agua por la caída de una piedra acaba diluyéndose en la superficie lisa. Kovaliov se puso a cavilar y sacó en claro que todavía no estaba todo terminado: la nariz había aparecido, sí; pero faltaba ponerla y ajustarla en su sitio.

-¿Y si no se pega?

El mayor se quedó lívido al hacerse esta pregunta.

Presa de un miedo indescriptible corrió a la mesa y acercó el espejo, no fuera a colocarse la nariz torcida. Le temblaban las manos. Con cuidado y mucho tiento aplicó la nariz en el lugar de antes. ¡Qué espanto! La nariz no se pegaba... La acercó a su boca, le echó el aliento para calentarla y de nuevo la aplicó a la superficie lisa que se extendía entre sus mejillas; la nariz no se sujetaba de ninguna manera.

-¡Vamos! Pero, ¡vamos! ¡Quédate ahí! -le decía.

Pero la nariz parecía de madera y caía sobre la mesa con un ruido extraño, como si fuera un corcho. Una mueca contrajo el rostro del mayor. «¿Será posible que no se pegue?», se preguntaba asustado. Pero, por muchas veces que colocó la nariz en el lugar adecuado, todos sus esfuerzos continuaron siendo estériles.

Llamó a Iván y lo mandó en busca del médico que vivía en el entresuelo de la misma casa, ocupando el mejor piso. Aquel médico era hombre de gran prestancia, que poseía unas magníficas patillas negras, y una esposa lozana; rebosante de salud, se desayunaba con manzanas y cuidaba esmeradamente el aseo de su boca, enjuagándose cada mañana durante casi tres cuartos de hora y puliéndose los dientes con cinco cepillos distintos. El doctor acudió al instante. Después de inquirir el tiempo transcurrido desde el percance, levantó la cara de Kovaliov agarrándolo por la barbilla y le pegó tal papirotazo en el lugar antes ocupado por la nariz que el mayor echó violentamente la cabeza hacia atrás hasta pegar con la nuca en la pared. El médico dijo que aquello no era nada, lo invitó a apartarse un poco de la pared, le hizo volver la cabeza hacia la derecha y, después de palpar el sitio donde antes se encontraba la nariz, dijo «ummm». Luego le mandó volver la cabeza hacia el lado izquierdo, profirió otra vez «ummm» y, finalmente, le pegó con el pulgar otro papirotazo que hizo respingar al mayor Kovaliov lo mismo que un caballo cuando le miran los dientes. Después de esta prueba, el médico sacudió la cabeza diciendo:

-No. No puede ser. Preferible es dejarlo así, porque podría quedar peor. Arreglo tiene, desde luego, y yo mismo se la pondría quizá ahora mismo. Pero le aseguro que sería peor para usted.

-¡Ésta sí que es buena! ¿Cómo voy a quedarme sin nariz? -protestó Kovaliov-. Peor que ahora, imposible. ¿Qué demonios es esto? ¿Dónde me presento yo con esta facha? Yo tengo muy buenas relaciones. Hoy mismo debo asistir a dos veladas. Conozco a mucha gente: la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, la señora Podtóchina, casada con un oficial del Estado Mayor... Aunque, después de su actual comportamiento, mi único trato con ella puede ser a través de la policía. Por favor se lo ruego -prosiguió Kovaliov suplicante-. ¿No hay ningún remedio? Póngamela como sea, aunque no quede bien, con tal de que se sostenga. Incluso podría sujetarla un poco con la mano en los casos de apuro. Además, como no bailo, tampoco es de temer ningún movimiento brusco que la perjudique. Y en lo referente a agradecerle su visita, tenga por seguro que, en la medida de mis posibilidades...

-Crea usted -intervino el doctor en un tono que no era ni alto ni bajo, pero sí sumamente persuasivo y magnético- que yo nunca ejerzo por el dinero. Eso sería contrario a mis normas y a mi arte. Cierto que cobro mis visitas, pero con el único fin de no agraviar a nadie al negarme. Desde luego, yo podría ajustar su nariz. Sin embargo, y lo afirmo por mi honor, si mi palabra no le basta, quedaría mucho peor. Deje actuar a la naturaleza. Las frecuentes abluciones frías lo mantendrán a usted, aun sin nariz, tan sano como si la tuviera, se lo aseguro. En cuanto a la nariz, le aconsejo que la meta en un frasco de alcohol o, mejor todavía, añadiendo una solución de dos cucharadas de vodka fuerte y vinagre caliente. Entonces podrá sacar por ella una cantidad respetable. Yo mismo se la compraría si no se excede en el precio.

-¡No, no! No la vendería por nada del mundo -protestó el mayor desesperado-. ¡Prefiero que desaparezca!

-Perdone usted, pero yo quería hacerle un favor -replicó el médico saludando-. ¡En fin! Por lo menos, habrá usted visto mi buena intención.

Con estas palabras, el médico abandonó muy dignamente la estancia. Kovaliov no se había fijado siquiera en su rostro, ya que, en su profundo abatimiento, sólo acertó a ver los puños de la camisa pulcra y blanca como la nieve asomando por las mangas del frac negro.

Al día siguiente, y antes de presentar querella, se decidió a escribir a la señora del oficial de Estado Mayor para ver si accedía a devolverle de buen grado lo que era suyo. La carta decía lo siguiente:

«Muy señora mía, Alexandra Grigórievna:

»No alcanzo a comprender tan extraño proceder por parte suya. Tenga la seguridad de que, obrando de este modo, no ganará usted nada ni me obligará en modo alguno a casarme con su hija. Crea usted que me hallo perfectamente enterado de la historia de mi nariz como también de que usted y nadie más que usted ha sido la principal causante de ella. El súbito desprendimiento, la fuga y el disfraz de mi apéndice nasal, apareciendo primero bajo el aspecto de un funcionario y luego con el suyo propio, no son ni más ni menos que consecuencia de las hechicerías practicadas por usted o por quienes se ejercitan en menesteres tan nobles como los suyos. Por mi parte, considero deber mío advertirle que si el susodicho apéndice no se reintegra hoy mismo a su sitio, me veré en la obligación de apelar a la defensa y la protección de las leyes.

»Por lo demás, con todos mis respetos, tengo el honor de quedar de usted, seguro servidor

Platón Kovaliov.»

«Muy señor mío, Platón Kuzmich:

«Su carta me ha dejado sumamente sorprendida. Le confieso a usted con toda sinceridad que nunca esperé nada parecido y menos aún lo referente a los injustos reproches de usted. Pongo en su conocimiento que jamás he recibido en mi casa, ni con disfraz ni bajo su aspecto propio, al funcionario a quien usted alude. No niego que me ha visitado Filipp Ivánovich Potánchikov. Pero, aunque él aspiraba, es cierto, a la mano de mi hija -y tratándose de una persona de conducta buena y sobria, así como de muchos estudios-, yo nunca le he dado la menor esperanza. También menciona usted la nariz. Si con ello quiere dar a entender que yo me proponía dejarle con tres cuartas de narices, o sea, darle una negativa rotunda, me sorprende que sea usted quien lo diga, sabiendo como sabe que mi intención es muy otra y que si usted se compromete ahora mismo y en debida forma con mi hija, yo estoy dispuesta a acceder sin dilación, pues tal ha sido siempre el objeto de mis más fervientes deseos, en espera de lo cual quedo siempre al servicio de usted

Alexandra Podtóchina.»

«No, seguro que no ha sido ella -se dijo Kovaliov después de leer la misiva-. ¡Imposible! En la forma que está escrita la carta, no puede ser obra de quien haya cometido un delito. -El asesor colegiado era hombre entendido en la materia; pues, hallándose todavía en la región del Cáucaso, había sido encargado varias veces de instruir sumario-. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿De qué manera? Sólo el demonio lo entendería», concluyó desalentado.

Entretanto, corrían ya por toda la capital los rumores acerca de tan extraordinario suceso, adornado con toda clase de exageraciones, como suele ocurrir. Precisamente por entonces se hallaban las mentes orientadas hacia lo sobrenatural, pues hacía poco tiempo que a todos intrigaban los experimentos sobre los efectos del magnetismo. Además, como la historia de las sillas danzantes de la calle Koniúshennaia era todavía reciente, nada tiene de particular que al poco tiempo se empezara a comentar que la nariz del asesor colegiado solía pasearse a las tres en punto de la tarde por la Avenida Nevski. Y a diario acudía allí una multitud de curiosos. Alguien anunció que la nariz se encontraba en la tienda de Junker, y frente al establecimiento se formó tal aglomeración que hubo de intervenir la policía. Un especulador con aspecto respetable, que usaba patillas y solía vender pastas variadas a la puerta del teatro, fabricó especialmente unos magníficos y sólidos bancos de madera que alquilaba, a razón de ochenta kopecs por persona, a cuantos curiosos deseaban subirse en ellos para ver mejor. Un benemérito coronel salió de su casa con ese único fin antes que de costumbre y a duras penas logró abrirse paso entre el gentío; pero, cuál no sería su indignación al ver en el escaparate de la tienda, en lugar de la nariz, una simple camiseta de lana y una litografía representando a una jovencita que se subía una media mientras un petimetre con chaleco de solapas y barbita la espiaba desde detrás de un árbol. Dicha litografía llevaba ya más de diez años colgada en el mismo sitio. Al retirarse, el coronel dijo contrariado: «¿Cómo se puede soliviantar a la gente con bulos tan estúpidos e inverosímiles?»

Luego cundió la especie de que no era por la Avenida Nevski sino por el jardín de Taurida por donde se paseaba la nariz del mayor Kovaliov y eso, desde hacía ya mucho tiempo. Tanto, que cuando Jozrev-Mirza se alojó allí, le sorprendió sobremanera aquel extraño capricho de la naturaleza.

Allá fueron algunos estudiantes de la Academia de Cirugía. Una ilustre y noble dama rogó al vigilante del jardín, por carta especial, que mostrara a sus hijos el raro fenómeno y, a ser posible, se lo explicara de modo instructivo y a la vez edificante para ellos.

Todos estos hechos fueron acogidos con gran regocijo por los caballeros asiduos de las veladas de sociedad y aficionados a distraer a las señoras con curiosas historias, cuyo repertorio se encontraba por entonces agotado. Una minoría de respetables personas de orden estaba sumamente descontenta. Un señor decía, muy sulfurado, que no comprendía cómo era posible que se propalaran absurdos infundios en nuestro siglo ilustrado y que le sorprendía que el gobierno no prestara atención al hecho. Al parecer, ese señor era de los que quisieran complicar al gobierno en todo; incluso en las trifulcas cotidianas que tiene con su esposa. Luego... Pero, a partir de aquí, de nuevo queda el suceso totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo acaecido después.

III

En el mundo ocurren verdaderos disparates. A veces, sin la menor verosimilitud; súbitamente, la misma nariz que andaba de un lado para otro con uniforme de consejero de Estado y que tanto alboroto había armado en la ciudad volvió a encontrarse como si tal cosa en su sitio, es decir, exactamente entre las dos mejillas del mayor Kovaliov. Esto sucedió ya en el mes de abril, el día 7. Al despertarse y lanzar una mirada fortuita al espejo, descubrió el mayor que allí estaba la nariz. Echó mano de ella, y allí estaba, sí! «¡Al fin!», exclamó Kovaliov y, de la alegría, estuvo a punto de ponerse a bailar, tal y como estaba, descalzo, por toda la habitación; pero la entrada de Iván se lo impidió. Enseguida pidió agua para lavarse y, mientras se aseaba, lanzó otra mirada al espejo. ¡Allí estaba la nariz! Cuando se secaba con la toalla, miró una vez más: ¡allí estaba la nariz!

-Mira a ver, Iván: parece como si tuviera un granito en la nariz -dijo al tiempo que pensaba-: «Menudo disgusto si Iván me dice ahora: Pues no, señor; no veo ningún grano ni tampoco veo la nariz.»

Pero Iván contestó:

-No; no hay ningún grano. No tiene nada en la nariz.

«Esto ya está bien, ¡qué demonios!», se dijo el mayor chascando los dedos. En ese momento asomó por la puerta el barbero Iván Yákovlevich, pero con tanto temor como un gato al que acaban de atizar por robar tocino.

-Lo primero que debes decirme es si traes las manos limpias -lo interpeló ya desde lejos Kovaliov.

-Sí. Claro que están limpias.

-¡Mentira!

-Le juro que están limpias, señor.

-Bueno. Ya veremos.

Kovaliov se sentó. Iván Yákovlevich le puso el paño y, con la brocha, convirtió su barba y parte de las mejillas en algo parecido a la crema que se suele servir en los convites onomásticos de los comerciantes.

«¡Bueno!... -exclamó Iván Yákovlevich para sus adentros contemplando la nariz, y luego torció la cabeza hacia el lado opuesto para verla de perfil-. ¡Mírenla ustedes!... ¡Ahí está! Aunque la verdad es que, si se para uno a pensar...», agregó, y estuvo mirando todavía un buen rato la nariz. Finalmente, con toda la delicadeza y todo el esmero que se puede uno imaginar, levantó dos dedos para sujetarla por la punta, pues tal era el sistema de Iván Yákovlevich.

-¡Eh, eh, tú! ¡Cuidado! -gritó Kovaliov.

Más aturdido y confuso todavía, Iván Yákovlevich retiró la mano. Al fin comenzó a pasar la navaja por debajo del mentón y, aunque le resultaba muy incómodo y difícil rapar sin tener sujeto el órgano del olfato, logró vencer todos los obstáculos y terminar de afeitar ingeniándoselas para atirantar la piel con su áspero dedo pulgar apoyado unas veces en la mejilla y otras veces en la mandíbula inferior del mayor.

Cuando todo estuvo listo, Kovaliov se apresuró a vestirse inmediatamente, tomó un coche de punto y se fue derechito a una pastelería. Nada más entrar, gritó desde lejos: «¡Un chocolate, muchacho!» y al instante se dirigió hacia un espejo. ¡Tenía la nariz! Dio media vuelta lleno de alegría y contempló con aire sarcástico, entornando un poco los párpados, a dos militares: la nariz de uno de ellos tenía apenas el tamaño de un botón de chaleco. Luego se dirigió a las oficinas del Departamento donde estaba gestionando un puesto de vicegobernador o de ejecutor, en su defecto. Al cruzar la antesala, se miró a un espejo: ¡allá estaba la nariz! Más tarde fue a visitar a otro asesor colegiado -o mayor, si se quiere-, gran amigo de chanzas, a cuyas mordaces observaciones solía contestar Kovaliov: «¡Demasiado te conozco a ti. Eres un criticón!» Durante el trayecto, iba pensando: «Si el mayor no revienta de risa al verme, seguro es que cada cosa está en su sitio.» Pero el asesor colegiado se quedó tan campante. «Perfecto, perfecto, ¡qué demonios!», se dijo Kovaliov. Después se encontró con la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, y su hija. Las saludó y fue acogido con exclamaciones de júbilo: por tanto, no se advertía en él ningún defecto. Conversó con ellas un buen rato y, sacando adrede la tabaquera, se complació largamente delante de ellas en atascar su nariz de rapé por ambos conductos, mascullando para sus adentros: «Así, para que se enteren, cabezas de chorlitos. Y con la hija no me caso, desde luego. Así por las buenas, par amour, ¡ni pensarlo!» A partir de entonces, el mayor Kovaliov volvió a pasearse como si tal cosa por la Avenida Nevski, a frecuentar los teatros y acudir a todas partes. Y también su nariz campaba en medio de su rostro como si tal cosa, sin aparentar siquiera que hubiera faltado nunca de allí. Después de todo esto pudo verse al mayor Kovaliov siempre de buen humor, sonriente, rondando absolutamente a todas las mujeres bonitas e incluso detenido una vez delante de una tienda de Gostínni Dvor para comprar el pasador de una condecoración, si bien por motivos desconocidos, ya que él no era caballero de ninguna orden.

¡Ahí tienen ustedes lo sucedido en la capital norteña de nuestro vasto imperio! Y únicamente ahora, atando cabos, vemos que la historia tiene mucho de inverosímil. Sin hablar ya de que resulta verdaderamente extraña la separación sobrenatural de la nariz y su aparición en distintos lugares bajo el aspecto de consejero de Estado. ¿Cómo no se le ocurrió pensar a Kovaliov que no se podía anunciar el caso de su nariz en los periódicos a través de la Oficina de Publicidad? Y no lo digo en el sentido de que me parezca excesivo el precio del anuncio: es una nadería y yo estoy lejos de ser una persona roñosa. ¡Pero, es que resulta desplazado, violento, feo! Y otra cosa: ¿cómo fue a parar la nariz al interior de un panecillo y cómo es que Iván Yákovlevich...? Nada, nada, que no lo entiendo. ¡No lo entiendo de ninguna manera! Pero lo más chocante, lo más incomprensible de todo es que los autores sean capaces de elegir semejantes temas. Confieso que esto es totalmente inconcebible, es como si... ¡Nada, nada, que no lo entiendo! En primer lugar, que no le da ningún provecho a la patria; en segundo lugar... Bueno, pues, en segundo lugar, tampoco le da provecho. No sé lo que es esto, sencillamente...

Aunque, sin embargo, con todo y con ello, si bien, naturalmente, se puede admitir esto y lo otro y lo de más allá, es posible incluso... Porque, claro ¿dónde no suceden cosas absurdas? Y es que, no obstante, si nos paramos a pensar, seguro que hay algo en todo esto. Se diga lo que se diga, sucesos por el estilo ocurren en el mundo. Pocas veces, pero ocurren.