Un sillón de terciopelo verde, un hombre que lee una novela, un ventanal que da al bosque de robles, una amenaza, un relato dentro de otro que se multiplica hasta el infinito. Nos pareció una buena metáfora, un buen nombre para un taller de lectura. Además de un homenaje a Cortázar y a su magnifico cuento "Continuidad de los parques". Así que recostémonos en este cómodo sillón y comencemos nuestra tarea placentera libro en mano.

Héroes ausentes y otros efectos inesperados de la lectura

Dos bandos se enfrentan en este mundo resumido: los que dicen que no leemos y los que dicen que más que nunca. Los primeros evocamos los veranos que duraban años de nuestra infancia, con tiempo para la playa y toda la obra de Julio Verne. Y los otros enarbolan las cifras de venta de muchachas incendiarias que Baroja y Unamuno, en un tiempo analfabeto y dolorido, no podían sospechar. Y además muestran magias que ni siquiera Verne imaginó. Solo Jobs.
“Aquí caben cien bibliotecas de Alejandría”, dicen mostrando un teléfono astuto, “y pesa lo que un canapé”. Cierto, y viva Jobs, nuestro Verne. “Y en el futuro, solo leerán en papel los monárquicos y los arqueólogos, y las librerías serán tiendas para regalos. Todo el saber estará a dos clics, y nos podremos bajar los planes de urbanización de Saturno.”
Bien, todo cierto, y para certificarlo nace ante nuestros ojos una nueva especie de humanos con el primer órgano añadido desde las uñas. Una extensión del brazo que hace que la gente se sienta informada porque ha leído cuatro tuits indignados y cinco titulares. Pero hace tiempo que detecté que la lectura es uno de los pocos terrenos que deben de quedar escurridizos a los números. La arriesgada idea de que la verdad está solo en las cifras tiene unos cuatro siglos, y no será necesario recordar a los que situaron el saber en el cajón de al lado. Así que quizá no importe tanto cuánto se venda –un impuesto surgido cuando se descubrió que la cultura podía dar dinero– sino qué  se lee, se escucha y ve.
Por ejemplo, yo descubrí que la no lectura, o la lectura de libros literales, como los telefilmes, sin la menor metáfora ni idea, tiene por efecto que mucha gente ya no sabe lo que es un héroe y, quizá peor, no sabe llorarle. Fue a raíz de la muerte inesperada de un periodista. En los días siguientes comprobé que habíamos encerrado al muerto en la postal del reportero con chaleco de pescador atrapado en un lejano conflicto salvaje. Lenguaje rudo de La tribu  y whisky sin hielo en el “hotel de los periodistas” (¿!) mientras afuera un enemigo de barba oscura se carga algún patrimonio de la humanidad. Y todo para salvaguardar el derecho a la información y nuestra superioridad civilizante.
Hasta ahí lo previsto. Pero es que además no sabíamos llorarle. No  sabía su periódico, con el viejísimo editorial-orquesta municipal pero hueco como el confeti de la Nochevieja, y no sabían ni su novia, con un artículo lleno de lugares comunes, ni los lectores... ni los jóvenes que, cuando les hablé del duelo por los héroes, me respondieron que, para dolor, el dolor de muelas, de parto o el de los ligamentos cruzados que alcanza a los futbolistas y hace que lloren sobre el césped.
Eso me preocupó. Soy tan antiguo que estudié la Ilíada  o La canción de Rolando  en clase, y tiendo a creer que una civilización que no sabe llorar a los héroes es menos civilización. Lo que confirmé luego en Taiwán y en China: en la literatura más antigua de la Tierra, el llanto por los héroes muertos es el género de no pocas de las obras que los chinos leen para sentirse aún “el país del centro”.
Esa experiencia del héroe ausenteme reveló una de las enfermedades que produce la lectura irrelevante, y que parece una tontería pero puede llegar a ser muy grave y hasta letal: la literalidad. Un héroe es una metáfora, y hay que tener cierta imaginación y haber leído y tener los ojos aguzados para verle el aura e intuir su trascendencia. Y no ver a los héroes cuando mueren es una forma de no ver la belleza, algo que los griegos consideraban una enfermedad y Chesterton diagnosticó como prueba terminal de que esa enfermedad es la de los mediocres.
No he podido dejar de pensar en todo esto cuando, no sin asombro pese a que ya tengo cierto callo en los ojos, he comprobado el trato dispensado a Tomás Segovia tras su muerte. En España, pues en México ha sido un luto nacional. Aquí, con la excepción de dos precisas crónicas de Rodríguez Marcos en El País, se ha etiquetado a Tomás Segovia como un “poeta valenciano”, siendo así que él relativizó las patrias toda su vida e hizo bromas sobre el azar de su nacimiento –su madre sevillana se encontraba de paso en Valencia–, o se le ha ignorado por completo, con osada ignorancia, como es el caso de TVE y sospecho que también las otras televisiones: un prejuicio, cierto, pero también un síntoma. Está claro que no leen poesía (ni pensamiento), o quizá se hacían un lío con las identidades, visto que Tomás se sentía en su casa en España y México, donde permaneció exiliado todo el franquismo tras haber emigrado allí niño, hijo de republicanos. Cuando aludí una vez a la dificultad de todos para ubicarle en uno de los dos sitios, me contestó: “Ese es problema de los demás, no mío.” Ahora ya no hay problema, un académico lo ha etiquetado ya como un “poeta de ambas orillas”. (¿No hay un lenguaje realacadémico? Qué tema para una tesina...)
Tomás Segovia murió la víspera del día en que TVE no solo dedicó buena parte de los telediarios a refritar el debate del día anterior, previsible de comienzo a fin como si políticos –y periodistas– interpretasen una partitura, sino que le dieron un espacio que parecía un sarcasmo a la muerte de un boxeador que una vez tumbó a Cassius Clay. Además se felicitaron mucho por no sé qué premios que los periodistas se habían repartido el día anterior, sin saber que justo ese día los telediarios españoles estaban añadiendo un capítulo a la gran crónica de la ignorancia y miopía periodísticas. Pero no creo que nadie dimita. Ni siquiera creo que nadie se vaya a dar por aludido.
Él se habría reído, seguro, pues sus opiniones sobre los medios eran fatalistas. Siempre he tomado por un mal síntoma que un escritor pierda el tiempo comentando lo que hace o deja de hacer la televisión, pero en mi opinión la marginación de la noticia de esta muerte es algo que sobrepasa la consabida banalidad posmoderna y entra en algo más. Qué diablos, Tomás Segovia no era solo un gran pensador y poeta –uno de los tres o cuatro de la punta, si así se midiera la poesía, que no se mide–, sino historia ambulante del siglo XX, español y americano, la oportunidad de pagar un poco de la deuda que este país tiene con la memoria del exilio (él se negaba esa condición, o mejor dicho, a usarla), y una encarnación de ese raro escritor en quien vida y obra se confunden, requisito, según Stendhal, para la obra maestra. Era ante todo un hombre libre, o algo muy parecido, y eso suele irritar, pues escapa del lenguaje en cápsulas y obliga a pensar. O sea que tiene que ver, quién lo diría, con el hecho de no leer poesía, metáforas, leer de pie; o no leer nada, quedarse sentado para escuchar historias ya mascadas por alguien para aligerarlas y que contribuyan a apagar cualquier fuego. De esas que llenan los telediarios.
Puede que todo esto recuerde tan solo que la televisión no tiene nada que hacer con los poetas, o al revés. Puede incluso que sea un anuncio de que al fin los escritores van a dejar de estar medio sobornados por la industria, las banderas, el entusiasmo sin lectores, y vuelvan a la sombra y la minoría, el extrarradio donde se encontraba el teatro de Shakespeare, su lugar natural desde siempre. No sería mala noticia. Pero de todas las señales inquietantes que se producen en España, esta es de las que a mí más me ha alarmado. Pues la literalidad es síntoma de una imaginación enferma. Y la imaginación es una de las condiciones de la libertad. ~

Fuente :Hiperlecturas
Diez autores cuentan cómo crear un personaje de novela*

De Don Quijote a Harry Potter, 
los personajes revelan la cara del autor. 
Clarín entrevistó a diez escritores 
para saber cómo se encuentran 
y conviven con los protagonistas de sus libros.

Hubo un día en que el profesor Baer encontró los cuentos de terror de Jo March y le pareció que ninguna mujer -y menos si estaba por ser su novia- podía escribir esas cosas. Jo March lloró ese día y prometió escribir cuentos para niños. Fue un día de dolor -en realidad mucho días, uno por lectora- para miles de nenas de todo el mundo: las que leyeron, a través de más de un siglo, Mujercitas. Esa renuncia, el punto en que se somete la rebelde, la independiente, la talentosa Jo, era casi una amenaza. ¿Era real Jo March? O mejor: ¿qué tienen, cómo están hechos los personajes de la literatura que se meten en nuestra vida?

Una primera respuesta la da Luigi Pirandello, el autor italiano que en 1921 dio a conocer su obra de teatro Seis personajes en busca de un autor. “Los personajes -dice- no deben aparecer como fantasmas sino como realidades creadas, construcciones inmutables de la fantasía: más reales y más consistentes, en definitiva, que la voluble naturalidad de los actores”.

Por obra de la literatura, un enamorado es un Romeo, pero si las familias se llevan mal son Montescos y Capuletos. Shakespeare los creó hacia 1595, cuando los barcos cruzaban los mares cargados de esclavos. Shakespeare, sus contemporáneos, los poderosos de su época son menos que polvo. Los personajes siguen vivos. Pero claro que no cualquier personaje vive: ésa es labor del autor.

“Yo quisiera, y me esfuerzo para que así sea, que mis personajes sean ellos mismos y no hechos a imagen y semejanza del autor”, dijo en 1987 Adolfo Bioy Casares. “Trato de no transmitirles cosas mías, de mi formación intelectual”, había dicho en 1976.

Hay personajes que tienen más de una vida, sin que haya cambiado una letra del texto original. Uno de esos casos es el de Martín Fierro. Antes de que el Martín Fierro fuera el poema nacional, el libro de José Hernández era leído como un texto campero más, escrito como protesta por las condiciones de vida de los gauchos en los fortines. Poco después del Centenario, Leopoldo Lugones hizo una serie de conferencias en el Teatro Odeón donde se ocupó de canonizar el poema. Lugones presentaba al gaucho como símbolo de la nacionalidad y de paso lo contraponía a una inmigración creciente. Quedaron de lado sus borracheras y su rebeldía y Fierro encarnó las virtudes nacionales. Borges, que discutía a Lugones, discutió también esta idea: “Nuestra historia es mucho más completa que las vicisitudes de un cuchillero de 1872, aunque esas vicisitudes hayan sido contadas de un modo admirable”.

En 1963, Julio Cortázar escribió Rayuela y allí apareció La Maga, una mujer bohemia, que se cita al azar con su amante, Horacio Oliveira, en cualquier esquina de París. Muchas mujeres quisieron ser La Maga, muchas cosas llevaron su nombre o el de Rocamadour. ¿Fue un personaje pensado hasta el más mínimo detalle? La Maga es montevideana, del barrio del Cerro. ¿Por qué? Cortázar lo dijo con sencillez: “Ahora, por qué la puse a ella ahí, no lo sé. Porque no hay que olvidarse de lo que se cuenta cuando La Maga recuerda lo que le había pasado con un negro y habla de lo que era la casa. Allí se describe un conventillo y me pareció que el Cerro venía bien para ubicarla”.

Si se hace una lista de personajes temerarios, allí estará Carrie White, esa estudiante frágil de la que se burlan sus compañeros. Stephen King, su autor, sabe de dónde salió Carrie: lo mandaron a limpiar un vestuario femenino. Días después “me acordé del vestuario y empecé a visualizar la escena inicial de un relato: un grupo de niñas duchándose sin intimidad y una de ellas empieza a tener la regla. Lo malo es que no sabe qué es y las demás empiezan a burlarse de ella y a tirarle compresas...” Esta imagen se combinó con un recuerdo: King leyó un artículo sobre la facultad de mover objetos con el pensamiento. “Ciertas pruebas apuntaban a que la gente joven era más propensa a tener esa clase de poderes, sobre todo las niñas en el inicio de la adolescencia, cuanto tienen la primera...” Se habían unido dos ideas. Hecho.

 “Hago los personajes para que vivan su propia vida”

RAY BRADBURY

Es estadounidense. Escribió Crónicas marcianas; El hombre ilustrado; Fahrenheit 451; Cuentos del futuro y Las doradas manzanas del sol.

Yo diría que creo mis personajes para que vivan su propia vida. En realidad, no soy yo quien los creo a ellos sino que son ellos quienes me crean a mí. Lo que tengo claro cuando escribo, es que quiero que los personajes vivan al límite de sus pasiones y de sus emociones. Quiero que amen, o que odien, que hagan lo que tengan que hacer, pero que lo hagan apasionadamente. Es eso, esa pasión, lo que la gente recuerda para siempre en un personaje. Pero no tengo un plan preconcebido: quiero vivir las historias mientras las escribo. Le doy un ejemplo sobre cómo es mi relación con los personajes. Es algo que me pasó: el personaje principal de Fahrenheit -obligado a quemar libros- vino un día a mí y me dijo que no quería quemar más libros, que ya estaba harto. Yo no tenía opciones, así que le contesté: “Bueno, como quieras, deja de quemar libros y listo”.

De modo que él no quemó más libros y así terminó escribiéndose esa novela.

 “Entre las tensiones y la actitud liberadora”

PAULO COELHO

Es brasileño. Integra la Academia de Letras del Brasil. Escribió, entre otros: El alquimista; La quinta montaña; Brida y Veronika decide morir.

Todo hombre pasa -según mi entender- por un proceso que es semejante al de un volcán. Se va acumulando masa y en la superficie no se transforma nada. El hombre, entonces se pregunta: “¿acaso mi vida será siempre así?”. En un momento dado empiezan los síntomas de la erupción. Si el hombre es una persona inteligente, dejará que la lava salga y se transforme el paisaje que lo rodea. Si es un burro, tratará de controlar la explosión; a partir de ese punto toda su energía se gastará en el intento de mantener ese volcán bajo control. Yo fui lo bastante pragmático como para entender que era necesario aceptar una cierta medida del dolor de la explosión para después poder alegrarme con el nuevo paisaje. Así es como los personajes de todos mis libros viven entre estos dos mundos: uno de ellos es el mundo en que rige el aumento de las tensiones. El otro, es el de la actitud de liberación.

“El novelista es como un médium de ese individuo”

ROSA MONTERO

Es española. Escribió, entre otros: La hija del caníbal; Crónica del desamor; Te trataré como a una reina: El corazón del tártaro, Amado amo y Bella y oscura.

Los personajes aparecen en tu cabeza en primer lugar muy pequeños, reducidos a una imagen, o una frase, o un gesto, una característica, una decisión, algo... es un núcleo sustancial a partir del cual ese personaje se va construyendo. Y lo desarrollas viviéndote dentro de él, es decir, es el personaje el que te va enseñando cómo es.

El novelista debe de ser lo suficientemente humilde como para dejar de lado su voluntad, digamos, y hacer caso a lo que el personaje le va contando de sí mismo... en algún sentido, el novelista es como un médium de ese individuo. La creación de una novela es muy semejante a un sueño. Tú no escoges el sueño que vas a tener, por el contrario el sueño se te impone. Por eso, cuando el escritor tiene verdadero talento, a veces los personajes le sacan de sus propios prejuicios. Por ejemplo, Tolstoi, que era un machista terrible y un reaccionario, escribió Anna Karenina queriendo hacer un libro contra el progreso; su idea primera era contar cómo el progreso era tan malo que incluso las mujeres se hacían adúlteras. Pero luego su personaje, Anna, le arrastró hacia algo mucho más verdadero, hacia un libro que denuncia el sexismo, la doble moral burguesa, la opresión de las mujeres. Todo eso se lo contó Anna a Tolstoi.

“Surgen de algún lugar entre los sueños y la esperanza”

ÁNGELES MASTRETTA

Es mexicana. Escribió El mundo iluminado; Mal de amores, Arráncame la vida, Mujeres de ojos grandes; Puerto libre y Ninguna eternidad como la mía.

Ojalá tuviera claro cómo se construye un personaje. Si lo supiera estaría construyendo uno tras otro.

Yo creo que los personajes se crean dentro de uno, mucho antes de que uno se atreva a contarlos. A veces, irrumpen sin más a media tarde y convierten todo en una feria de lo desconocido. ¿De dónde salió esta mujer? ¿De dónde este hombre solitario? ¿De dónde este padre entrañable? ¿De dónde esta vendedora? ¿De dónde el encantador viejo que adivina las cosas? No sé.

De algún lugar entre los sueños y la esperanza, de un recóndito abismo que se guarda nuestros secretos y los pone de pronto sobre la mesa.

Yo veo a los personajes y los oigo desde antes de escribirlos; sin embargo, mientras los escribo veo cómo se convierten en seres vivos, con los que soy capaz de dormir y a los que recurro mucho tiempo después cuando necesito consuelo y quiero reírme o me urge alguien con quien echarme a llorar.

Cuando termino uno novela, extraño a los personajes que dejé ahí. Sobre todo extraño a los padres de Emilia Sauri, a su tía Milagros, a la Prudencia Migoya de Ninguna.

 “Nunca pueden sustraerse a la historia del autor”

FEDERICO ANDAHAZI

En 1996 ganó el Premio Fortabat por El anatomista. También escribió Las piadosas, El príncipe, El árbol de las tentaciones y El secreto de los flamencos.

Un personaje se construye con distintos fragmentos de la subjetividad del autor. Por menos autobiográfico que se pretenda un personaje, nunca puede sustraerse a la historia de su creador. Esta dimensión debe pasar inadvertida para el lector y, en el mejor de los casos, también para el autor.

El personaje tiene que resultar verosímil. Debe cobrar “vida” y generar la ilusión de que es independiente del autor. Desde el Quijote hasta Joseph K., los grandes personajes encarnan el lugar del héroe. Sin dudas, que sea recordado depende del grado de identificación que ejerza sobre el lector. No hay otro secreto.

Para que un personaje sea sólido, el lector tiene que hacerse una representación clara de su fisonomía. Las características físicas, en general, deben ajustarse a sus rasgos espirituales. Para lograr una dimensión visual del personaje, muchas veces es más convincente una descripción anímica que una larga y enumerativa descripción física. Y a la inversa, a veces una brevísima descripción física puede definir el carácter. En ningún caso el aspecto del personaje debe quedar enteramente librado a la imaginación del lector. La composición del personaje tiene que estar supeditada a las necesidades narrativas, incluso en detalles en apariencia insignificantes.

“Viven en un misterio que revelan con sus acciones”

ANTONIO SKARMETA


Es chileno. En 2001 ganó el premio Medicis, francés, por La boda del poeta. Es el autor de El cartero de Neruda, No pasó nada y La chica del trombón.

Lo que hace atractivo al héroe es su fluidez. Es decir, el tránsito desde lo que ese ser cree ser hacia el ser que quiere ser. Por lo tanto, un personaje es siempre un proyecto. Lo que él es viene también determinado por la manera como lo ven los otros personajes. En la novela contemporánea un personaje es una relación. El personaje no debe preexistir a la novela. Son los actos los que lo moldean, las opciones que toma. Lo ideal es que el personaje entre levemente en nuestra existencia y que nos anuncie que espera un cambio, acaso de tal magnitud, que nos lleve con él hacia una metamorfosis. También es posible que el héroe se mantenga en sus posiciones y sea deteriorado por la realidad cambiante. En la construcción de la narradora y protagonista de La chica del trombón tuve que ser muy diligente. En ella se produce la situación paradójica de que es una chica huérfana sin prehistoria y obligada a buscar sus raíces en el futuro. Esto define su carácter: es alguien que está moldeándose en algo impreciso. Un personaje es una encrucijada de opciones. Los grandes personajes de la literatura están consumidos por la sensación de que habitan en un misterio que deben revelar con sus acciones. Lo que los define es el riesgo. Desde allí irán al fracaso, o a la gloria.

 “Se va construyendo a sí mismo en cada página”

LEOPOLDO BRIZUELA

Ganó el Premio Clarín de Novela en 1999, por Inglaterra. Una fábula. También es autor de Fado (poemas), Tejiendo agua y El placer de la cautiva.

En el principio hay una imagen, de la realidad o de los libros, que me impresiona, y a la que le invento una historia.

Sólo una vez que cuento con esa historia, con esa estructura, me pongo a imaginar, sin apuro, como quien deja madurar una fruta en el árbol -un árbol que prescinde de cualquier tipo de exigencia ajena-, qué personajes podrían protagonizarla.

Todo depende, también, del género en que esa historia pida ser contada: si es un melodrama, o una fábula, o un relato gótico, voy imaginando el personaje a partir de un rasgo predominante, el que le permite insertarse en la trama.

Si es un relato realista, en que los personajes aparentan tener las mismas complejidades de las personas reales, incluso en el hecho de tener contradicciones, necesito conocerlos a tal punto que, sea cual sea la situación en que los ponga, los enfrente a quien los enfrente, puedan reaccionar con fidelidad a su propia esencia.

Sin embargo, lo más difícil es que, a diferencia de otros elementos como el espacio o un paneo sobre la época de los acontecimientos, el personaje se va construyendo en cada página.

Así, va enriqueciéndose a sí mismo en cada nueva acción, corrigiéndose a sí mismo en cada nueva palabra, connotando, además, su época, su espacio, y por supuesto, a su propio autor.


“Se va tratando de recordar la forma de ser de alguien”

MARCOS AGUINIS

En 1970 ganó el premio Planeta español por La cruz invertida. Escribió: Carta esperanzada a un general, La conspiración de los idiotas y La gesta del marrano.

Los personajes vienen al autor en forma inesperada. Buscan al autor y esperan que los tengan en cuenta.

Si ya tengo los personajes principales de una novela, los secundarios estarán en las antípodas, aunque se alejen de los gustos del autor. Fray Bartolomé Delgado, de La gesta del marrano, fue creciendo a partir de que yo quería poner frente al personaje central una fuerza detestable, opresiva. Es un personaje que tiene rasgos grotescos, con dulzura y cinismo.

Cuando uno busca un personaje positivo va tratando de recordar la forma de ser de alguien. Yo, en lo físico, marco algunos rasgos notables que alcanzan para recordarlo y nada más.

A veces influyen personajes de otros libros, pero es peligroso usarlos, aparece eso que se llama intertextualidad y puede ser plagio.

En algunos personajes no hace falta recordar su pasado, basta con alguna característica hecha con la economía de una caricatura. En otros sí, el pasado explica el presente, pero esto no debe presentarse en forma mecánica: la conducta en el presente debe sorprender al lector. Si no, el libro sería un ladrillo.

Un personaje es creíble cuando habla y se comporta de acuerdo a lo que sus rasgos más fuertes determinan. En vez de describirlo, prefiero dejarlo actuar. Y que el lector saque sus conclusiones.


“Los personajes son como el amor a primera vista”

MARIA ESTHER DE MIGUEL

Ganó los premios Nacional y Planeta, entre otros. Es autora de La amante del Restaurador y Las batallas secretas de Belgrano y otros.

Al principio tenés la intuición de algo. Pensás: “quiero un asesino, quiero un héroe, quiero una mujer enamorada”.

A veces robás sus características de la realidad: tomás una cara, una voz... A veces los sacás de otra novela. A medida que avanza la historia vas encontrando los detalles y muchas veces retrocedés para agregarlos.

De entrada, no tengo un personaje acabado, ni siquiera cuando se trata de personajes históricos. En la Historia están los datos, las fechas, las familias. Pero el personaje lo armás vos con tu imaginación.

Si en el imaginario colectivo un personaje es de determinada manera no te podés apartar mucho. El personaje histórico da más trabajo en lo técnico, más trabajo artesanal. No podés zafarte de los documentos. Yo, cuando dudaba, les daba un golpe de teléfono a historiadores como Félix Luna o a Hebe Clementi o a María Sáenz Quesada.

Cuando trabajé sobre Urquiza me fueron surgiendo escenas: como podía ser una tertulia, qué conversaciones podía tener. Ahí salió el hombre culto, el estadista, el guerrero.

Como el amor a primera vista, los personajes aparecen con sus características. Hay cosas que son como los huesos: no se modifican. Un personaje vivo no es flan, como yo no he sido un flan en mi vida.

 “Un universo de seres reales son nuestro modelo”

ALICIA STEIMBERG

Ganó el Premio Planeta en 1992 por Cuando digo Magdalena. Entre sus libros están: Músicos y relojeros; Amatista; El árbol del placer y La selva.

Hay varias maneras de construir un personaje.

¿Cómo construí yo el personaje de la abuela en Músicos y relojeros? Recordando a mi abuela materna y haciendo de ella un retrato más bien maligno.

¿El norteamericano enamorado de la protagonista de La selva? Juntando a varios gringos simpáticos que conocí en Estados Unidos y fundiéndolos en uno solo, a mi gusto.

¿A la protagonista de Cuando digo Magdalena? Mirándome en un espejo que exaltara mis rasgos más aceptables.

¿A Amatista? Mezclando mis fantasías adolescentes de una mujer sensual y atractiva con la imagen de las actrices de la década del cincuenta.

Los personajes de Amatista en general son puro invento, pero cuando hablamos de inventar no olvidemos que tenemos a nuestro alrededor un universo de seres reales que son nuestro modelo obligado. Si yo presento un caballero del monóculo ligeramente perverso, el lector creerá que es invento puro, pero en realidad lo saqué de una vieja caja de galletitas Tentaciones donde se ven damas y caballeros de la década del veinte que a la vez representaban a las personas de clase alta de la década del 20 en Buenos Aires.

Si alguien me acusa de no haber sido fiel a la verdad, le preguntaré dónde firmé yo una promesa de que diría la verdad.


* Periódico Clarín, Argentina, 3 nov 2002


Fuente: Ciudad Seva








Reloj sin manecillas - Carson McCullers


La literatura sureña estadounidense a pesar de lo aparentemente limitado del contexto geográfico en el que nace, ha sido capaz de crear unos arquetipos esenciales para buena parte de la narrativa actual. Además de ella han surgido grandes nombres, con sensibilidades y estilos diversos, como los de William Faulkner, Tennessee Williams, Flannery O’Connor o Erskine Caldwell.

La vida de Carson McCullers, también adscrita a este género, estuvo marcada por algunos episodios difíciles, sus continuas enfermedades y una bisexualidad vivida en una época y lugar nada tolerante, que es lógico pensar que influyeron definitivamente en su querencia por retratar los márgenes, y quienes lo habitan, de la sociedad. LEER MÁS

Reloj sin manecillas (1961) fue la última novela que escribió la autora estadounidense, y por eso es fácil ver en ella las características que han jalonado su carrera, incluidas algunas de sus obras esenciales como El corazón es un cazador solitario o Reflejos en un ojo dorado. Quizás la principal de todas ellas sea esa doble prisma en que se mueven sus personajes, primero el más individual e íntimo y el otro uno más colectivo o social en el que se circunscribe también el anterior.

En este relato, una vez más construido por medio de historias cruzadas, varios de los personajes, los más importantes, están marcados de maneras diferentes y más o menos directas por la muerte y la influencia lógica que causa en la forma de afrontar su existencia. Así asistimos a un farmacéutico al que le diagnostican una enfermedad mortal o a un viejo juez racista y tradicionalista que junto a su nieto, que se irá transformando en su antítesis, sufren el suicidio de su hijo y padre respectivamente.

Estas situaciones dramáticas servirán también para sacar a relucir las aspiraciones fallidas y sueños truncados de ellos. Todo está situado en un contexto histórico sociopolítico muy determinado, mediados del siglo XX, en el que la segregación racial sigue insaturada “de facto” en ciertos lugares. El racismo es un tema recurrente en la escritora, y aquí tiene un rol preponderante, representado principalmente en el papel de Sherman, un personaje fascinante en el que su desconocimiento de su historial familiar y un duro entorno le convierten en un peculiar militante por la causa en el que se mezcla un lado fantasioso y arrogante.

Una de las grandes virtudes de Carson McCullers es que el acercamiento a historias y personajes que realiza las lleva a cabo sin caer en dogmatismos ni razonamientos obvios, sino con una cierta lejanía (que conlleva objetividad) y un tono de comprensión evidente. Así es muy fácil que florezcan en el lector sentimientos encontrados ante el joven negro o de cierta compasión con el viejo juez sureño.

La escritura de la norteamericana mantiene ese realismo crudo y sobrio habitual en este tipo de literatura, pero su forma adquiere una característica muy peculiar al dotarle de un tono poético, muchas veces imperceptible, pero que acaba por filtrarse y dar lugar a leves destellos de luz entre historias y ambientaciones duras.

Kepa Arbizu


Fuente: Blog El placer de la lectura