Un sillón de terciopelo verde, un hombre que lee una novela, un ventanal que da al bosque de robles, una amenaza, un relato dentro de otro que se multiplica hasta el infinito. Nos pareció una buena metáfora, un buen nombre para un taller de lectura. Además de un homenaje a Cortázar y a su magnifico cuento "Continuidad de los parques". Así que recostémonos en este cómodo sillón y comencemos nuestra tarea placentera libro en mano.

Una Luz que encandila, Irma Verolín



PREMIO CIUDAD DE EL COLORADO
(Municipalidad de El Colorado- Formosa- Argentina)

El techo ajeno

Ahora que pienso en lo que me ocurrió, sólo puedo verme como a alguien que avanza por un camino hacia alguna clase de final. Pero en este caso el camino no es hacia lo largo, no se extiende chato, aplastado sobre una geografía parecida al desenlace de una película. Este es un camino que entró primero en mi pensamiento y luego se hizo carne en el mundo para convertirme en su protagonista. Digamos entonces que soy la protagonista de una muerte que no ocurrió y ahora, aquí, desde esta orilla que no alcanzó a ser más que esta orilla, pegada a lo que se conoce, adherida a la costumbre, puedo verme caminando como si no fuese yo misma, antes, ayer, hace unas semanas o no, soy la que avanza hacia el desenlace de ese camino que se inició primero en mi mente. Y ya sabemos cómo son estas cuestiones: mi mente es más grande que el mundo, de modo que resulta comprensible que me pierda en ella. Sigo perdida, sigo muy perdida allí dentro de ese lugar inmenso como si nunca hubiese tenido un cuerpo, como si nunca hubiese hecho lo que hice ayer, hace unos días o quizá unas cuántas semanas, o más, cuando emprendí un camino que buscaba su final.
No todos los caminos persiguen la chatura del horizonte y yo elegí unos de esos al subirme al techo. Ya estoy en el techo. Soy una mujer que se puso un par de pantalones viejos y una remera que da vergüenza mostrar, ando con un martillo en la mano y un envase de pegamento. Aprieto el mango del martillo y el envase de pegamento con la misma mano con la que escribo. No necesito repetirme que he subido al techo para reparar una rajadura. El mundo, ahora, que estoy sobre la alta altura de este techo plateado, promete ser muy amplio, aunque no más amplio que el panorama de mi mente. Me gusta la distancia que tienen mis ojos que, antes de subir al techo, casi se inclinaban a ras del suelo. Me gusta el aire, me gustan las copas de los árboles. Soy una mujer muy alta, soy una mujer que tiene el poder de su elevada mirada, a pesar de que llevo una ropa que da asco y el martillo se canse de que lo apriete con esta mi mano adiestrada para escribir, insisto: soy una mujer muy alta. La calle entera por delante, a los costados, la casa del vecino y el filoso edificio de departamentos en el lado opuesto. Giro mi cuerpo mientras aprieto un poco más el mango del martillo y el envase de pegamento y veo la curva perfecta que va de lado a lado, de un extremo a otro de las dos paredes laterales de mi casa. Recuerdo que a esta clase de techos en la provincia de Misiones se los llama “tinglado”. Y la palabra “tinglado” resuena en mi mente igual que si dijera “xilofón”. El aire caliente de la siesta no se apacigua. Me cuesta entender por qué aprieto con tanta fuerza el mango del martillo. Las chapas de zinc del tinglado parecen brillar más, mucho más que esta superficie de mi techo que me sostiene y me permite tratar de contener el movimiento de las copas de los árboles. Bajo la vista y veo la escalera de madera que, igual que tantas otras veces, me ayudó a subir hasta aquí, yo misma la pinté de blanco, yo misma cubrí las paredes de este patio que veo ahora también con otra blancura menos presentable. Esta manía de pretender arreglar lo que el tiempo deteriora es lo que me hace apretar el mango del martillo con una fuerza que no soy capaz de controlar. Desde este ángulo la curva del techo de zinc se ve perfecta. Las copas de los árboles también lucen perfectas. Y el aire, el aire, por supuesto, también lo es. Lo ha sido desde el principio. El aire más que nada. En mi mente yo era la misma mujer que soy ahora: más de cincuenta años, una remera sucia, un pantalón cubierto con costras de pintura y ese antiguo vacío que me empujó al alcohol, al miedo, a escaparme del mundo. Quiero quedarme sobre este techo plateado para siempre y quiero que la palabra “siempre” permanezca tan perfecta al ser pronunciada como lo es en todos los espacios de mi mente. Si la palabra “siempre” es perfecta, no lo es menos el techo del vecino, ese tinglado de curvatura inalterable. Nadie vive ya bajo ese techo, lo vendieron todo y hace meses que no se ve entrar ni salir a ninguna persona por la puerta ancha de lo que se ha convertido en un corralón deshabitado. Si el aire me roza con mayor fervor en esta altura, cuánto más intenso será si me atrevo a caminar sobre aquella otra curva hecha de zinc y brillos. Doy un salto breve, demasiado escueto, cruzo la línea y ahora piso las tejas rojas de la casa del costado y llegando al extremo hago pie sobre el borde de zinc por primera vez. Llegué al otro lado, llegué por fin: soy una auténtica pionera. Camino, parece increíble pero estoy caminando. Avanzo en un delicado equilibrio que apenas se sostiene a sí mismo. Una vez, hace muchos, muchos años, bajo la carpa de un circo en el baldío de mi barrio, en Floresta, una mujer caminó por el aire. Todavía la veo con un vestido de tul deslizándose y aún hoy quiero creer que no se apoyaba en una cuerda delgada que iba de lado a lado, de extremo a extremo persiguiendo el aliento de un dragón. De pronto, yo que estoy tan abajo, siento que los aplausos me devuelven el hilo finito de mi propia respiración. Yo podría haber sido esa mujer en el interior de mi cabeza. Al día siguiente volví y ya no había nada, el baldío mostró su condición de tal no bien deshicieron la carpa y, con la carpa, la mujer que caminaba por el aire también había desaparecido.
Qué ancho se ve el mundo sobre este tinglado de plata, tal vez más ancho que mi cabeza destartalada, igual que en aquellos sueños que supe tener a los seis años poco antes de la muerte de mamá: viene la oscuridad de repente y yo empiezo a caer por un abismo y, antes de chocar contra alguna clase de fondo, me despierto para demostrarme a mí misma que existe el otro lado, que la muerte es ese sueño, o ese sobresalto, que se destruye fácilmente con la buena voluntad de mantener los ojos bien abiertos. La noche sigue avanzando sobre su propia oscuridad y yo continúo teniendo seis años y el resto es nada o el silencio y la gracia celestial de haberme salvado de chocar contra el fondo del abismo. Pero los abismos no tienen fondo, sólo tienen abismo. Aquellos sueños que se repitieron hasta el cansancio se interrumpieron dos años después, cuando murió mi padre.
Ahora voy hacia el punto más alto de la curva del techo de zinc que, a su vez, quizá copiando la estructura del átomo, se hunde y sobresale en cada canaleta. Imagino la lluvia cayendo aquí cuando arrecia y se empecina en empapar el mundo, me imagino en cualquier parte y entonces nada, nada, nada, nada. No puedo saber que soy yo la que desaparezco. Silencio. Silencio constante. Sólo silencio. Silencio.
Ahora hay un blanco como de sol dando de lleno sobre los ojos. Mis ojos o los de cualquiera, la ceguera absoluta que da la luz cuando sólo es luz y ninguna otra cosa se le opone. Y sin oposición no hay mundo ni cuerpos que sepan que llevan detrás su sombra. La luz, tan absorta en su totalidad se inunda de sí misma y empieza a tragarse y a tragarse para que el futuro la convierta inevitablemente en un agujero negro.
Nada, yo no estoy en ninguna parte. Nadie sabe de mí, ni recuerdo quién he sido. Entonces, ahora, estoy abriendo mis ojos, me encuentro cubierta por la oscuridad de un techo curvo. Pero quizá, deba decir que esto no es exactamente la oscuridad. Digamos que es gris. El lugar es un lugar vacío, un lugar gris, un lugar para nadie. El gris es una tonalidad mucho más absoluta que la oscuridad o la luz ¿Qué hago aquí? Intento levantarme del piso y la pierna derecha se resiste, a pesar de eso alcanzo a ponerme en pie. Lo primero que se me ocurre es que estoy dentro de un sueño. Me pellizco. No, esto no es un sueño, lo gris que me rodea está hablando de la realidad. No conozco este lugar, sin embargo sé que soy yo, una mujer sucia con ropa gastada, llena de costras, una mujer que aprieta todavía el mango de un martillo. Esto no es un sueño, me dice ahora la voz de otra mujer que está dentro de mi cabeza. Quiero llegar hasta la voz de esa mujer, pero el interior de mi cabeza se me hace tan lejano, más lejano que este sitio gris, desconocido. Me duele mucho la pierna derecha, con esfuerzo logro sentarme sobre el piso de pórtland, siento un líquido pegajoso en algunas partes de mi cuerpo. Apenas puedo mover la pierna derecha y sin embargo me pongo de pie nuevamente. El rectángulo de pórtland es apenas un poco más extenso que la largura de mi cuerpo. Me siento suspendida en el aire por un rectángulo de pórtland gris sobre la grisura del abismo, como en el final de la película Star War. Camino un poco y compruebo que para salir de este rectángulo no hay escalera, apenas una que está demasiado alejada, una de esas escaleras de madera que sirven para cualquier cosa menos para escapar de un rectángulo de pórtland como este. Entonces parpadea en mi mente una noción difusa y lo último que hice antes de recordarme aquí flota y enseguida se desvanece. Yo era una mujer que caminaba sobre un techo plateado. Miro hacia arriba y veo un agujero y a través del agujero, el aire y la luz que ayudan a que esta tiniebla sea gris y no completamente negra. Pienso: mi cuerpo al traspasar el techo hizo que esta oscuridad se volviera gris. Pero de todos modos no puedo asociar mis pasos con ningún acontecimiento, el agujero en el techo ni mi cuerpo caído, todo está suelto, deshilvanado dentro de mi cabeza, nada se eslabona con nada, ni siquiera apretando mis pensamientos unos a otros dentro de la vastedad de mi cabeza. Ni por asomo me animo a creer que este cuerpo que apenas puede moverse, es el mismo cuerpo de la mujer que se sentía plena sobre un techo de plata.
Me arrastro por el borde de esta plancha de pórtland y no encuentro manera de bajar. Qué hago, Dios mío, qué hago. Allí hay una ventana. ¡Una ventana! Y la ventana, aunque resulte increíble, tiene una persiana y la persiana, una manivela que mi mano pueda mover. Levanto la cortina y grito hacia la calle. Confusamente me doy cuenta de que la calle que estoy viendo es la de la esquina de mi casa y que el hombre que está en el negocio es el guardia del supermercado de los chinos. Grito, pido ayuda y la cara que el hombre me devuelve, al ver mi cara, tiene un gesto de espanto.
-¿Qué hace usted allí?- me pregunta.
Y yo le contesto:
-No sé.
Enseguida sale la dueña del negocio. Alcanzo a percibir que me mira con asombro: tiene los ojos estirados que tienen todos los chinos, aún así en ese estiramiento se acurruca el horror mientras me mira. Dice que no puede localizar a los antiguos dueños, que el galpón está abandonado. La palabra “galpón” resuena en mí, apretada, oscura, nada tiene en común con el techo plateado ni con la mujer que hacía equilibrios en el aire. Poco a poco la calle se llena de gente. Vienen a mirarme a mí, una mujer asomada en una ventana ajena. Una mujer que tiene la mitad del rostro desdibujado, aunque yo todavía no lo sepa. No, yo no lo sé, yo sólo miro sin ver. Y la calle está llena de gente, mis vecinos. Suenan las sirenas, la de la policía, la de los bomberos, la de la asistencia pública. Asomada a la ventana hablo con ellos sin ver a nadie en realidad, digo cosas que ya no recuerdo. Me doy cuenta de que con la mano sigo apretando el martillo y el envase de pegamento que no ya están en mi mano. Nunca hasta entonces tanta gente me estuvo mirando con esa expresión ceremonial, los ojos grandes, las cabezas inclinadas hacia arriba donde yo estoy sin saber que estoy. Soy una aparecida en un sitio abandonado, en un sitio imprevisto. Qué extraño. Los hombres que ahora entran por la ventana dicen o gritan informándole a alguien que está en otro sitio:
-Es una mujer con múltiples contusiones que cayó de una altura de cuatro metros. Entonces me parece que por primera vez comprendo de verdad que todo se reduce a una caída. Una vecina se ríe y yo la reto desde mi privilegiada altura, le digo que no debe reírse, que esto es serio, que está mal que se ría de mí. Los hombros de la vecina suben y bajan, creo que está llorando.
Las voces de los bomberos son cálidas, insistentes, tratan de tranquilizarme, dicen que no va a resultar fácil sacarme por allí. Digo: Cierro mis ojos, pero en realidad cierro uno solo, porque el derecho sigue cerrado contra mi voluntad. Los bomberos me aconsejan que cierre los ojos. Justo, lo mismo que la voz en mi cabeza me había dicho antes. Empiezo a rezar sin que salga mi voz y mi voz se repliega y repercute en el inmenso interior de mi cabeza. Mi voz es más poderosa que la vasta amplitud de mi cabeza. Nadie la escucha. Mi voz es sólo para mí, ahora, que unas manos me sujetan los cabellos, las sienes y me amarran a algo fijo, algo como una dura tabla de madera que tiene la largura de mi cuerpo. También los brazos y esa pierna que parece no formar parte de mí. Estoy sujeta por todas partes y de pronto mi cuerpo cae perpendicularmente. De repente noto que olvidé el martillo y el envase de pegamento y quiero recuperarlos, pero es tarde. La voz de un bombero me dice que piense en mí, que me olvide del martillo. Repite: “Señora, piense en usted” Qué extraño que alguien diga eso, que me lo diga a mí. Tengo experiencia en crueldades, dice una voz que está dentro de un sueño que se repliega a su vez en un rincón de mi interminable cabeza. Mi cuerpo está sujeto a una firmeza inesperada y siento que sigo cayendo en forma vertical por una cavidad que se desplaza. Es una cavidad pequeña, ya no hay voces. Sólo el sonido de una sirena que avanza conmigo, larga y renovada, así todas las voces de mi cabeza se van disolviendo en ese sonido hecho de vacío y plenitud.
Llevo conmigo una imagen: aquel agujero en el techo visto desde el otro lado y la dulzura del tono de voz de los bomberos y el roce del mango de mi martillo y la aspereza del pórtland. Alguien dice: “Puede haber daño cerebral además de las múltiples contusiones y posibles huesos rotos.”
Ahora mi cuerpo sujetado se desplaza con una rapidez inmejorable. Olor a hospital. Recuerdo los hospitales, el de mi madre, el de mi padre, el de mi marido en la frontera. ¿La frontera con el Brasil donde viví casi un año fue algo parecido a un tinglado de plata? Cada atardecer mi marido atravesaba el campo y traía el guardapolvos embarrado. Los hospitales son espacios fuera del tiempo, repite la voz que permanece dentro de mi cabeza. Estuve inconsciente varias horas, dice en forma de eco la voz. Hospitales, sitios blancos, con eterna luz artificial donde nace y muere gente, donde muere y nace gente sin cesar con una suavidad espeluznante. La desesperación del mundo se cobija bajo el elástico duro de las camas de los hospitales.
Estoy en el lugar “A” de la guardia de este hospital, eso dicen. He pasado a convertirme en la multicontusionada de la unidad “A”, soy, secretean sin mucho disimulo, “la loca que caminaba por los techos”. No puedo creer que mi cuerpo haya creado un agujero sobre la superficie plateada. Los médicos me hacen preguntas y de pronto milagrosamente descubro que entre la mujer que pisaba las canaletas de plata de zinc y la que despertó en aquel sitio gris no hay enlace, no hay memoria. Sólo hay un agujero que no puede ser llenado con palabras. Dos mujeres diferentes se hacen presentes en el interior de mi cabeza. Viene una enfermera, me mira y en su gesto percibo el horror. “Tiene la cara deformada del lado derecho”, me dice. Me destapa y con una tijera abre en dos mi camiseta vieja y mis pantalones duros de costras de pintura. No llevo reloj, no tengo llaves, ni bombacha ni corpiño. Estoy desnuda y entonces veo sangre, machucones, moretones y una pierna que perdió su capacidad de ser pierna. El lado derecho de mi cuerpo no existe, se quedó colgado en el techo de zinc como una guirnalda de carnaval. Pero allí está mi pie, lo veo, lo distingo perfectamente al final de la camilla. Le pido por favor a un enfermero que lo coloque al lado del otro pie que sí respira y se reconoce mío para que no cuelgue del borde de la camilla como si quisiera escaparse de mí, o intentase regresar con la mujer que caminaba sobre el techo.
Tengo sed. Pido agua. Me dicen que no puedo beber. Al rato alguien trae para mí un cono traslúcido de plástico con un cilindro delgado que entra en la vena de mi brazo.
En el recinto “B” hay una niña que se lastimó un ojo con no sé qué extraño artefacto. La niña llora y su llanto me parte el alma, no la veo, sólo veo mis dos pies: el que respira conmigo y el otro cuya sombra sigue colgada del techo. Grito: “No hagan llorar a esa nena” No me escuchan, pero la voz de una médica dice: “Es la loca de la sección “A” que está diciendo estupideces.”
Vienen dos enfermeros. Me manipulan. Mi cuerpo flota en un agua densa, el agua del mundo hecha de voces y tropiezos. Mi pie derecho camina ahora junto al cuerpo diminuto de la mujer de tul bajo la carpa de circo en el descampado de Floresta. Flota en el aire mi pie derecho cerca de las copas de los árboles. Viento, viento para los árboles y para mi pie que se niega a respirar y a obedecer voluntades.
La voz de alguien en algún rincón de la guardia hace mención a mí: no sé qué andaba haciendo ésa por los techos. La loca, la que soy yo fuera del escenario impresionante del interior de mi cabeza, que ahora se ha replegado y mira con curiosidad una sola imagen: el círculo imperfecto de un techo gris agujereado. Ese agujero tiene la forma de mi cuerpo que ya no está allí, pero por lo visto no está aquí tampoco, ni en ninguna otra parte.
Una voz de hombre me pide un número telefónico para avisar a la familia. La palabra “familia” es demasiado pesada para flotar en el interior de mi cabeza. Cae en mi memoria del mismo modo en que un cuerpo se estrella contra Dios sabe qué y sigue cayendo. ¿Avisar? Sí, lo que le pasó a usted. ¿Avisar a quién? Estoy desnuda bajo una manta frágil y una voz de hombre habla de alguien que me conozca, alguien que sepa algo de esa mujer que fui antes de que mi pierna derecha se convirtiera en un fantasma.
Los números son demasiado perfectos, son señales absolutas que refuerzan y niegan el mundo interminablemente. Mi cabeza aún resguarda algunos números en su confiado interior. Puedo apoyarme en esos recuerdos con cierta vaguedad, me consuela tenerlos almacenados igual que a un tesoro junto a la imagen por fin inalterable de un agujero imperfecto sobre un techo gris por dentro. Y lo que no deja de sorprenderme es que el plateado reluciente de afuera tuviera un revés de insoportable color gris. Mi cuerpo atravesó una distancia impensada. Mi cuerpo está aquí sobre una camilla en el receptáculo “A”, aunque lo no está del todo. Este extraño compañero de vida, cuerpo mío, ha mostrado las endebles costuras que lo sujetaban al interior de mi cabeza. Y no es la primera vez que intuyo esto, yo ya lo sospechaba. Lo sospeché en aquel hospital donde mi madre abría y cerraba su boca desesperadamente, lo sospeché cuando los militares agarraban otros cuerpos para hacerlos desaparecer, lo sospeché siempre, pero esta vez tengo las pruebas: mi pierna y mi pie derecho lo están gritando. Qué manera de hablar tan poco sosegada. Acaban de entrar a la guardia otra mujer y un hombre extranjero a quien la médica que me calificó de loca está retando porque no tiene la visa ni los papeles en regla.
Me mueven, siento y escucho el ruido de las máquinas que echan pequeños relámpagos sobre mi cabeza. Mi ojo derecho continúa bien cerrado. Inesperadamente viene a mí el recuerdo del bisabuelo que llegó en un barco desde Italia a la Argentina cien años atrás. Trajo para mí el apellido y el alcoholismo, me apropié de los dos. No hay recuerdo, no lo conocí, se trata de una memoria falsa.
-¿Qué estaba haciendo usted sobre el techo?- dice una voz con tono más de intriga que de reproche.
No puedo recordar. Entre la mujer que camina sobre el techo y la que despierta varias horas después en el piso de pórtland no hay conexión. Era tan suave la caminata de mis pies sobre el tinglado o ese espacio hecho de vaguedad, que hizo nacer dos mujeres diferentes dentro de mi cabeza. Una completa desmemoria, no tengo registro de la caída, en realidad no caí, me desdoblé, una parte de mí continúa haciendo equilibrios sobre las canaletas de zinc.
Sé que pronto veré la cara de un pariente o un amigo que vendrá a buscarme, pero mientras tanto soy una suerte de torpe metáfora de este país al que llegó mi bisabuelo cien años atrás: Soy alguien que ya no reconoce a su cuerpo, un agujero sobre un techo o la sombra de un cuerpo, sólo una voz que repercute en la inmensidad de esta interminable cabeza y un espacio definitivamente en blanco donde lo que sucedió no ha dejado rastros. Además todavía nadie viene a buscarme, nadie me llama por mi nombre en este sector “A” de la guardia. Espero que alguien venga a reconocerme, que alguien diga mi nombre. Espero que el sonido de una palabra que me designe cubra esta blancura de hospital. Quiero creer que después saldré de aquí y pasará el tiempo. Es natural, tiene que ocurrir. Van a olvidarse de mí los enfermeros, los doctores y hasta los vecinos dejarán de hablar de este incidente. Y los dolores irán cediendo y mi cara volverá a tener sus dos mitades casi idénticas. Los días se encimarán unos después de otros, dos o tres albañiles cubrirán el agujero que creó mi cuerpo al traspasar el techo con alguna plancha plástica. Es lento el tiempo en momentos así, dicen que la mente se aletarga para no perder detalle y defenderse, pero yo pierdo todos los detalles y sólo me queda la sensación de tiempo paralizado. Sólo eso me queda y el eco creado por un agujero enorme en el interior de mi cabeza, como si la hubieran vaciado por dentro y esa inmensidad se preparara para abrirse paso y devorarse la promesa de un Universo que no aparecerá. Quiero creer también que se han enterado de lo que me ha ocurrido y vendrán por mí. De todos modos, pase lo que pase, siempre me quedará como refugio el interior de mi cabeza, un espacio vacío en el que los propios pensamientos amagan con crecer y cobrar cuerpo, un espacio demasiado ancho para la vida. No sé por qué, algo me dice que el tiempo se me hará más largo aún en este lugar donde ya casi no hay sonidos y empezaron a faltar los colores, donde se resbalaron las palabras, donde nadie aún ha dicho mi nombre.

Irma Verolín
Escritora nacida en la ciudad de Buenos Aires, lugar donde reside.

Libros publicados:
* Hay una nena que gira (cuentos)
* La escalera del patio gris (cuentos)
* Una luz que encandila (cuentos)
* El puño del tiempo (novela)
* La gata sobre el teclado (literatura infantil-Editorial Alfaguara)
* La lluvia sobre el mundo (literatura infantil-Editorial El Ateneo)
* El misterio del loro (literatura infantil)
* Inéditas
* El camino de las araucarias (novela-1º premio Internacional de novela Mercosur)
* La mujer invisible (novela- Primer Premio Municipal Eduardo Mallea)

Fuente : http://anatomoi.blogspot.com
Comentarios sobre el libro por Marta Ortiz

1 comentario:

maria cristina dijo...

No la conocía, gracias Adriana, buscaré cosas de ella en internet, besitos