Un sillón de terciopelo verde, un hombre que lee una novela, un ventanal que da al bosque de robles, una amenaza, un relato dentro de otro que se multiplica hasta el infinito. Nos pareció una buena metáfora, un buen nombre para un taller de lectura. Además de un homenaje a Cortázar y a su magnifico cuento "Continuidad de los parques". Así que recostémonos en este cómodo sillón y comencemos nuestra tarea placentera libro en mano.

Algo había sucedido, Dino Buzzati

El tren había recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos detendríamos recién en la lejanísima estación de llegada, después de correr durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo -para aquella gente inculta- de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.

Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.

"¡Qué extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos era lo que yo presumía). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos nada.

Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después me examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?

Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecían inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi fantasía?

Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba. Evidentemente no era una noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada en la campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre. Después me decía: "Si fuera una desgracia se habría detenido el tren; y en cambio, el tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural.

Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos y sobre los caminos carros, camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar y seguramente sería demasiado tarde.

Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se despertaba e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera, algo alarmante.

Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Un multitud había invadido las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.

La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguna se atreve a formular...

Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias periodísticas.

Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!

Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de coraje.

La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.


Dino Buzzati: 
Nació en Belluno, Italia, el 16 de octubre de 1906. Completó sus estudios clásicos y se graduó en leyes en Milán. En 1928 ingresó como cronista en el "Corriere della Sera" y luego se convierte en redactor y enviado especial. Su actividad literaria se inicia en 1933 con la publicación de Bàrnabo delle montagne y prosigue en 1935 con Il segreto del Bosco Vecchio, pero los libros que lo hicieron famoso fueron El desierto de los tártaros (1940) y Los siete mensajeros (1942), con los que se consolidó como figura importante de la literatura italiana y europea contemporánea

Fuegos Artificiales


Serían las tres de la mañana cuando sonó el estampido. El tonto lo escuchó desde el lugar donde dormía no lejos de la cocina, y ya estaba por salir a ver jugar a los chicos desde el mirador, casi junto al portón que daba al camino. La atracción del ruido de pólvora de los fuegos artificiales era irresistible para él. Siempre le pasaba así desde que vio por primera vez encenderse las luces de bengala Y escuchar el estampido seco de los cohetes en aquella Navidad lejana. Con un gesto anhelante, se quedaba entonces absorto ante la trayectoria luminosa de la pólvora encendida A veces los chicos, cuando lo descubrían o lo espiaban, venían hacia él para darle que sostuviera la mecha; a veces también le ataban cohetes en la parte trasera de los tiradores y se desternilla de risa viéndole correr como un caballo loco.
La mujer había terminado por franquearle la puerta dé su cuarto porque en ese calor interminable que le abrasaba el cuerpo, en las noches, necesitaba del hombre Pero esa noche ella no esperaba al cazador de serpientes y yacarés que de pronto, antes de que el otro termjnara de abandonar el lecho Cálido y subrepticio, apareció con la linterna perforando el azulado follaje de los árboles junto al camino y llegó hasta el patio de la casa dando órdenes a los gritos.
Entonces descolgó la escopeta
El idiota también escuchó el estampido seco, ro tundo, solitario, pero esa vez cuando salió no encontró a nadie, no sintió la carrera ni los gritos de los chicos, ni vio las luces de las cañas encendidas. Solo vio la Oscuridad y penetró en el patio que era más bien un canchón donde estacionaban los carros y a veces pernoctaban los caballos, las va cas, los peones y los cerdos. Cuando éi llegó la mujer le dijo, entregándole  lo que  todavía sostenía entre sus manos: “tomá,  agarrá”. Con esto se hacen “fuegos artificiales» El obedeció con entusiasmo y aún alcanzó a disparar el otro tiro haciendo que la bala pasara rozando sobre el tejado hasta perderse entre los cocoteros rumbo al río. Vio el leve fulgor de la explosión en el percutor y escuchó nuevamente el mismo ruido, pero en cambio no vio el cuerpo del cazador de serpientes y yacarés caído junto al gran cantero en el centro del patio, ni al otro hombre que sigilosamente se alejaba a grandes pasos hacia el fondo. Entonces la mujer comenzó a dar alaridos agitando  el pecho y meciéndose los largos cabellos humedecidos por la transpiración.. Hasta que los demás llegaron.


Extraído de Héctor Tizón, El jactancioso y la Bella, C.E.A.L, Buenos Aires, 1972. 

Héctor Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Yala, provincia de Jujuy. Fue abogado, periodista, diplomático, exiliado y regresado. Por estos días es Juez de la Corte Suprema en su provincia natal y uno de los mejores escritores de lengua española. Ha viajado largamente por el mundo; como diplomático de 1958 a 1962, como exiliado de 1976 a 1982. Vivió en México, París, Milán y Madrid, pero "su lugar en el mundo", al que vuelve una y otra vez, es Yala, Jujuy. Su primer libro fue publicado en México en 1960, A un costado de los rieles. Parte de su obra, siempre fiel a sus raíces y su lugar de origen con sus mitos e historias, ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco y alemán. A su actividad profesional como juez y escritor, le suma también el de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, "cargo" que le otorgara el gobierno francés recientemente.
Entre sus obras:
  • A un costado de los rieles (1960)
  • Fuego en Casabindo (1969)
  • El cantar del profeta y el bandido (1972)
  • El jactancioso y la bella (1972)
  • Sota de bastos, caballo de espadas (1975)
  • El traidor venerado (1978)
  • La casa y el viento (1984)
  • Recuento (1984) (antología personal)
  • El hombre que llegó a un pueblo (1988)
  • El gallo blanco (1992)






  • Luz de las crueles provincias (1995)






  • La mujer de Strasser (1997)






  • Obra completa (1998)
  • Extraño y pálido fulgor (1999)
 Fuente: Literatura.org

6 fichas sobre Julio Cortázar y su escritura La velocidad de lo narrado


La velocidad de lo narrado
 La velocidad, el ritmo,  los crea el autor de diferentes formas. La asíndeton y la polisíndeton, como figuras retóricas dan esa cadencia, esa marcha triste, ese andar pausado o ese correteo que el escritor utiliza para llevarnos de la mano a través de la lectura.  
 La asíndeton es un procedimiento literario mediante el cual el escritor suprime los nexos entre las palabras o las frases del texto. Con ello, crea una sensación de rapidez al estilo y a la lectura, aporta angustia, desesperación, pasión.
Julio Cortázar utiliza este recurso en el final de uno de sus cuentos para imprimir velocidad a los movimientos de uno de sus personajes e imprimir un sprint final hasta un sorprendente desenlace.
 (...) oyó un grito incomprensible y salió al salón con Carlitos en brazos, la escalera iluminada por la luz de arriba, llegó al pie de la escalera y los vio en la puerta, tambaleándose, los cuerpos desnudos vueltos una sola masa que se desplomaba lentamente en el rellano, que resbalaba por los peldaños, que sin desprenderse rodaba escalera abajo en una maraña confusa hasta detenerse inmóvil en la alfombra del salón, el cuchillo en el pecho de Simón boca arriba y Matilde...
Tango de vuelta, en Queremos tanto a Glenda.
 Pero los textos literarios a veces necesitan del reposo, de la lentitud, de una cadencia pausada en el ritmo de lo narrado. Aparece entonces la polisíndeton, como una figura retórica en la que se repiten nexos coordinantes, que unen tanto palabras como sintagmas o proposiciones, en contra de la forma habitual en de coordinación.
 Esta figura -opuesta a la asíndeton- da a la narración una leve sensación de lentitud, solemnidad e intensidad expresiva. Ambos recursos aportan el ritmo, la velocidad y el estilo adecuado que el escritor pretende dar a su creación literaria.

El cuento, una cosquilla al comienzo,  una esfera al final
 Cada escritor da su propia visión del cuento como género literario. Nadie lo ha definido de manera satisfactoria. Sin embargo, para Julio Cortázar el cuento debía tener "una cierta tensión", una cierta capacidad de atrapar al lector para llevarlo de la mano hacia "una desembocadura, hacia un final". 
 El autor argentino utiliza una analogía para describir este género. "Es como andar en bicicleta" —afirmaba el creador de Casa Tomada—.  
"Mientras se mantiene la velocidad, el equilibrio está asegurado, pero si se empieza a perder velocidad te caes. Un cuento cuyo final pierde velocidad es un golpe para el autor y para el lector", aseguraba Cortázar.    El creador de Continuidad en los Parques consideraba que para escribir un buen relato lo básico es conocer de antemano la estructura, la noción general del cuento, el tema.
 Así, cuando Cortázar se ponía delante de la máquina de escribir ya tenía esa idea general. Pero, además, una obsesión que lo poseía, eso que denominó la "cosquilla" en Diario de un Cuento de
su libro Deshoras. "Ese algo que obliga a escribirlo y que sin ninguna explicación racional determinaba en qué persona gramatical iba a ser narrado el texto".  
 Todo cuento cortazariano tiene un final sorpresivo, un final circular. "La idea que me hago del cuento es siempre un orden muy cerrado, que evoca la idea de la esfera, esa forma geométrica perfecta en la que un punto puede separarse de la superficie total", explicaba siempre el cuentista argentino.
 "De la misma manera que una novela la veo con un orden muy abierto, donde las posibilidades de bifurcar y entrar en nuevos campos son ilimitadas. Un cuento lo concibo con límites muy exigentes, implacables; bastaría que una frase o una palabra se saliera de ese límite, para que el cuento se viniera abajo. Por ello, esta forma esférica en lo narrado debe obviar lo explícito".  
 Cortázar consideraba que muchos cuentos se vienen abajo "cuando el escritor intenta explicar un misterio en el último párrafo, sin darse cuenta de que el misterio era más que suficiente a lo largo de la historia".
 "Cada uno podría encontrar allí su propia lectura, su propia interpretación. Entonces, con la explicación final, la esfera se rompe, deja de aportar ese orden cerrado", apostilla.

El lector de Cortázar, cómplice de la experiencia literaria

Julio Cortázar apuesta por una literatura de lo inesperado, en que el lector forma parte de ella, tiene un rol especial en ella misma, participa de un juego entablado por el narrador.  
 "Todo novelista espera de su lector que lo comprenda, participando de su propia experiencia, o que recoja un determinado mensaje y lo encarne. El novelista romántico quiere ser comprendido por sí mismo a través de sus héroes; el novelista clásico quiere enseñar, dejar una huella en el camino de la historia", argumentaba el creador de Rayuela.
 Precisamente en esta novela, en Rayuela, definida como "muchos libros, pero sobre todo, dos libros", Cortázar ofrece dos caminos de lectura. El lector puede optar por leer de forma lineal y pasiva el libro, o bien seguir las instrucciones de un Tablero de Direcciones, convertirse en cómplice, saltar a la pata coja de un capítulo a otro, rechazar el orden cerrado de la novela tradicional y disfrutar del juego.
  Esta contra-novela, como así fue etiquetada por él mismo, "tenía como objetivo destruir la noción de relato hipnótico", según explicaba el autor argentino.
 "Yo quería que el lector estuviera libre, lo más libre posible, el lector tiene que ser un cómplice y no un lector pasivo. La idea era hacer avanzar la acción y detenerla justamente en el momento en que el lector queda prisionero, y sacarlo de una patada fuera para que vuelva objetivamente a mirar el libro desde fuera y tomarlo desde otra dimensión. Ése era el plan".
  En el prólogo de la recopilación de sus Cuentos Completos editada por Alfaguara, su coetáneo, Mario Varas Llosa, describe la importancia de la lectura activa en la obra cortazariana. "En los libros de Cortázar juega el autor, juega el narrador, juegan los personajes y juega el lector, obligado a ello por las endiabladas trampas que lo acechan a la vuelta de página", afirma Llosa.
 Julio Cortázar justificaba su forma de narrar y definía al lector como parte implícita del binomio literario. Por ello, rechazaba la idea de tomar los libros "como quien admira o huele una flor sin preocuparse demasiado de la planta de la cual ha sido cortada". 

La aliteración, un plato de sopa en un lugar llamado Kindberg

Cuando leemos un relato, no sólo nos gusta ver al personaje, sino además oír esa silla agrietada sobre la que se sienta, escuchar su voz ronca por la resaca y el chirrido de una puerta por donde, párrafo a párrafo, se marcha sin decirnos adiós.
 
 La aliteración, como figura retórica, reitera uno o varios sonidos similares entre sí y los expresa dentro de una o varias frases. El uso de este recurso literario provoca sensaciones acústicas que enriquecen el significado del texto.

Un Lugar Llamado Kindberg —traducido ingenuamente por montaña de los niños, como nos narra en su primer párrafo su autor, Julio Cortázar—es un cuento lleno de aliteraciones que dotan al texto de una sonoridad necesaria para el relato.
 
 Con palabras, Cortázar invita al lector a un plato de sopa caliente lleno de fideos y humeantes aliteraciones para que así oigamos, sorbo a sorbo, la historia de Lina y Marcelo.

Marcelo es un maduro viajante de comercio que recoge en la carretera a una autoestopista, Lina. Hace frío, pero Cortázar no lo narra sino que escuchamos con imágenes sonoras cómo la lluvia golpea el parabrisas, cómo la chimenea chisporrotea y cómo ambos sorben una cucharada de sopa caliente en un hotel de Kindberg.
 
 En un lugar del cuento, el escritor argentino describe una escena donde ambos personajes dialogan frente a frente, en torno a un plato de sopa. Cortázar nos lleva la cucharada de sopa a la boca, pero por los oídos; endulza los párrafos de eses para que el lector pueda escuchar cómo Lina sacia un hambre de cunetas y autopistas:  

".. a saber por qué pero tan bonito ver que el flequillo de Lina se alza un poco y tiembla como el soplido devuelto por la mano y por el pan fuera a levantar el telón de un diminuto teatro, casi como desde ese momento Marcelo pudiera ver salir a escena los pensamientos de Lina, las imágenes y los recuerdos de Lina que sorbe su sopa sabrosa soplando siempre sonriendo".
 
 El uso de la aliteración da al texto literario de Cortázar otra dimensión sensorial. Si la visibilidad enseña a ver línea a línea a los personajes y su entorno, la aliteración le añade a las palabras un segundo sentido: el oído.

Julio Cortázar, en Lugar Llamado Kindberg, incluye la aliteración dentro de una escena con el fin de enfatizar el hambre de Lina y, sobre todo, para que el lector perciba cómo saborea la sopa. Las aliteraciones en este cuento son sorbos para sibarita.

 Julio escribía improvisando, como un músico de Jazz

El periodista trabaja con la verdad y la dificultad de su profesión radica en encontrar el rastro, la huella, la fuente de donde emana la información, ese alguien que hable para para entrecomillar lo que se sabe, pero no se puede publicar. 
 En cambio, el escritor tiene como materia prima la mentira, la imaginación y esa realidad distorsionada llamada ficción.

El grado de dificultad entonces se convierte en un imposible, porque, si para el periodista la verdad se esconde, para el escritor, la inspiración a veces desaparece. 
 Todo aquel que desplaza su vida hacia el quehacer literario se esconde en excusas para plasmar en un papelito en blanco todo aquello que quiere contar.

Julio Cortázar odiaba y temía todo profesionalismo, incluso aseguraba que se seguía sintiendo "como un aficionado", como alguien que escribe porque le gusta y no porque tiene que escribir.  
 Algunos escritores se toman su oficio como una actividad higiénica que deben cumplir día a día. Cuentan algunos que despiertan a las seis de la mañana y amanecen trabajando durante reglamentarias ocho horas en una actividad de rigor casi militar

Cortázar huía de estas disciplinas y de ahí "sus defectos posibles" —afirmaba el escritor argentino—: falta de planes, de esquemas, pero siempre prefería "esos defectos al aburrimiento del método".  
 Admirador fervoroso del jazz, como así lo atestiguan obras como El Perseguidor, argumentaba que para escribir seguía la filosofía de este tipo de música: "lo improvisado es lo que queda, aunque nadie llega así nomás a la improvisación. Y la noción misma de la escritura: rechazo de la 'originalidad para lograr la naturalidad, que en última instancia es lo que abre paso a lo original".

"Mientras escribo leo más que nunca, no tengo ningún miedo a las influencias; en cambio me niego a hablar de lo que estoy haciendo y solo muestro lo terminado y corregido, creo que por superstición más que por principio. No soy como esa gente que te cuenta su novela antes de haberla empezado", apostillaba el creador de Rayuela.

Lo fantástico, una rendija abierta entre la realidad y la literatura de Julio Cortázar

El cuento es la casa donde habita lo fantástico. La literatura fantástica contemporánea se soporta en este género literario, según afirmaba Julio Cortázar.
 
 Aunque nunca quiso aportar una definición académica,  Cortázar consideraba que lo fantástico no era sino un sentimiento que lo acompañó a lo largo de sus vida, incluso antes de que comenzara a escribir. El creador de El Libro de Manuel se negaba a aceptar la realidad tal como pretendían imponérsela. Siempre sentía que entre dos cosas perfectamente delimitadas y separadas, había un hueco por el cual se colaba un elemento que no podía explicarse con las leyes de la lógica.

Ese sentimiento lo calificaba de "extrañamiento", un hecho que en cualquier momento cotidiano (bajo la ducha, hablando, caminando, ...) da paso a pequeños paréntesis en esa realidad que luego dan lugar a una experiencia diferente, en definitiva, fantástica. Según Cortázar, ese extrañamiento consistía en que la lógica, la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta como inamovible se ve bruscamente sacudido por algo que lo desplaza y lo cambia.
 
 La literatura cortazariana, y sobre todo sus cuentos, tiene muestras que así atestiguan este concepto casi metafísico que, posteriormente, en el mundillo editorial se etiquetó como realismo fantástico o literatura fantástica. Como botón de muestra, el relato La noche boca arriba. Un cuento que refleja esa excepción, esa inversión de valores, que desplaza lo real hacia lo fantástico.

La noche boca arriba describe como un hombre sale de su casa en París y va a su trabajo conduciendo su moto y mientras conduce observa edificios, casas, ... De repente, se equivoca en una luz de semáforo, tiene un accidente y se destroza un brazo; pierde el sentido y al salir del desmayo, se encuentra ingresado en un hospital. Lo han vendado y está en una cama.
 
 Ese hombre tiene fiebre, está en un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos; entonces, se adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época azteca, que está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los motecas, en plena guerra florida, que consistía en capturar enemigos para sacrificarlos en el altar de los dioses.

Siente la pesadilla, siente que los enemigos se acercan en la noche y angustiado se despierta y se encuentra en su cama de hospital y respira entonces aliviado, comprende que ha estado soñando, pero en el momento en que se duerme, la pesadilla continúa, aunque él huye y lucha al final es capturado por la tribu, que lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual arden hogueras de sacrificio.
 
 El sacerdote de la tribu lo espera con el puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera, el hombre hace un esfuerzo por evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve otra vez a su cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte, que poco a poco, a pesar de que él quisiera quedarse del lado de la seguridad, se hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña, impensable ciudad de edificios, de luces, y de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.

Es el minuto final de la revelación. Eso no era un sueño, era real. El verdadero sueño era el otro. Lo fantástico, esa rendija abierta entre la literatura y la realidad, que tanto intenta explicar Julio Cortázar y que de forma tan certera muestra su cuento.

Lugar llamado Kindberg - Julio Cortázar

Llamado Kindberg, a traducir ingenuamente por montaña de los niños o a verlo como la montaña gentil, la amable montaña, así o de otra manera un pueblo al que llegan de noche desde una lluvia que se lava rabiosamente la cara contra el parabrisas, un viejo hotel de galerías profundas donde todo está preparado para el olvido de lo que sigue allí afuera golpeando y arañando, el lugar por fin, poder cambiarse, saber que se está tan bien al abrigo; y la sopa en la gran sopera de plata, el vino blanco, partir el pan y darle el primer pedazo a Lina que lo recibe en la palma de la mano como si fuera un homenaje, y lo es, y entonces le sopla por encima vaya a saber por qué pero tan bonito ver que el flequillo de Lina se alza un poco y tiembla como si el soplido devuelto por la mano y por el pan fuera a levantar el telón de un diminuto teatro, casi como si desde ese momento Marcelo pudiera ver salir a escena los pensamientos de Lina, las imágenes y los recuerdos de Lina que sorbe su sopa sabrosa soplando siempre sonriendo.

Y no, la frente lisa y aniñada no se altera, al principio es sólo la voz que va dejando caer pedazos de persona, componiendo una primera aproximación a Lina chilena, por ejemplo, y un tema canturreado de Archie Shepp, las uñas un poco comidas pero muy pulcras contra una ropa sucia de auto-stop y dormir en granjas o albergues de la juventud. La juventud, se ríe Lina sorbiendo la sopa como una osita, seguro que no te la imaginas: fósiles, fíjate, cadáveres vagando como en esa película de miedo de Romero.

Marcelo está por preguntarle qué Romero, primera noticia del tal Romero, pero mejor dejarla hablar, lo divierte asistir a esa felicidad de comida caliente, como antes su contento en la pieza con chimenea esperando crepitando, la burbuja burguesa protectora de una billetera de viajero sin problemas, la lluvia estrellándose ahí afuera contra la burbuja como esa tarde en la cara blanquísima de Lina al borde de la carretera a la salida del bosque en el crepúsculo, qué lugar para hacer auto-stop y sin embargo ya, otro poco de sopa osita, cómame que necesita salvarse de una angina, el pelo todavía húmedo pero ya chimenea crepitando esperando ahí en la pieza de gran cama Habsburgo, de espejos hasta el suelo con mesitas y caireles y cortinas y por qué estabas ahí bajo el agua decime un poco, tu mamá te hubiera dado una paliza.

Cadáveres, repite Lina, mejor andar sola, claro que si llueve pero no te creas el abrigo es impermeable de veras, no más que un poco el pelo y las piernas, ya está, una aspirina si acaso. Y entre la panera vacía y la nueva llenita que ya la osezna saquea y qué manteca más rica, ¿y tú qué haces, por qué viajas en ese tremendo auto, y tú por qué, ah y tú argentino? Doble aceptación de que el azar hace bien las cosas, el previsible recuerdo de que si ocho kilómetros antes Marcelo no se hubiera detenido a beber un trago, la osita ahora metida en otro auto o todavía en el bosque, soy corredor de materiales prefabricados, es algo que obliga a viajar mucho pero esta vez ando vagando entre dos obligaciones. Osezna atenta y casi grave, qué es eso de prefabricados, pero desde luego tema aburrido, qué le va a hacer, no puede decirle que es domador de fieras o director de cine o Paul McCartney: la sal. Esa manera brusca de insecto o pájaro aunque osita flequillo bailoteándole, el refrán recurrente de Archie Shepp, tienes los discos, pero cómo, ah bueno. Dándose cuenta, piensa irónico Marcelo, de que lo normal sería que él no tuviera los discos de Archie Shepp y es idiota porque en realidad claro que los tiene y a veces los escucha con Marlene en Bruselas y solamente no sabe vivirlos como Lina que de golpe canturrea un trozo entre dos mordiscos, su sonrisa suma de free-jazz y bocado gulasch y osita húmeda de auto-stop, nunca tuve tanta suerte, fuiste bueno. Bueno y consecuente, entona Marcelo revancha bandoneón, pero la pelota sale de la cancha, es otra generación, es una osita Shepp, ya no tango, che.

Por supuesto queda todavía la cosquilla, casi un calambre agridulce de eso a la llegada a Kindberg, el parking del hotel en el enorme hangar vetusto, la vieja alumbrándoles el camino con una linterna de época, Marcelo valija y portafolios, Lina mochila y chapoteo, la invitación a cenar aceptada antes de Kindberg, así charlamos un poco, la noche y la metralla de la lluvia, mala cosa seguir, mejor paramos en Kindberg y te invito a cenar, oh sí gracias qué rico, así se te seca la ropa, lo mejor es quedarse aquí hasta mañana, que llueva que llueva la vieja está en la cueva, oh sí dijo Lina, y entonces el parking, las galerías resonantes góticas hasta la recepción, qué calentito este hotel, qué suerte una gota de agua la última en el borde del flequillo, la mochila colgando osezna girl-scout con tío bueno, voy a pedir las piezas así te secas un poco antes de cenar. Y la cosquilla, casi un calambre ahí abajo, Lina mirándolo toda flequillo, las piezas qué tontería, pide una sola. Y él no mirándola pero la cosquilla agradesagradable, entonces es un yiro, entonces es una delicia, entonces osita sopa chimenea, entonces una más y qué suerte viejo porque está bien linda. Pero después viéndola sacar de la mochila el otro par de blue-jeans y el pull-over negro, dándole la espalda charlando qué chimenea, huele, fuego perfumado, buscándole aspirinas en el fondo de la valija entre vitaminas y desodorantes y after-shave y hasta dónde pensás llegar, no sé, tengo una carta para unos hippies de Copenhague, unos dibujos que me dio Cecilia en Santiago, me dijo que son tipos estupendos, el biombo de raso y Lina colgando la ropa mojada, volcando indescriptible la mochila sobre la mesa franciscojosé dorada y arabescos James Baldwin kleenex botones anteojos negros cajas de cartón Pablo Neruda paquetitos higiénicos plano de Alemania, tengo hambre, Marcelo me gusta tu nombre suena bien y tengo hambre, entonces vamos a comer, total para ducha ya tuviste bastante, después acabas de arreglar esa mochila, Lina levantando la cabeza bruscamente, mirándolo: Yo no arreglo nunca nada, para qué, la mochila es como yo y este viaje y la política, todo mezclado y qué importa. Mocosa, pensó Marcelo calambre, casi cosquilla (darle las aspirinas a la altura del café, efecto más rápido) pero a ella le molestaban esas distancias verbales, esos vos tan joven y cómo puede ser que viajes así sola, en mitad de la sopa se había reído: la juventud, fósiles, fíjate, cadáveres vagando como en esa película de Romero. Y el gulasch y poco a poco desde el calor y la osezna de nuevo contenta y el vino, la cosquilla en el estómago cediendo a una especie de alegría, a una paz, que dijera tonterías, que siguiera explicándole su visión de un mundo que a lo mejor había sido también su visión alguna vez aunque ya no estaba para acordarse, que lo mirara desde el teatro de su flequillo, de golpe seria y como preocupada y después bruscamente Shepp, diciendo tan bueno estar así, sentirse seca y dentro de la burbuja y una vez en Avignon cinco horas esperando un stop con un viento que arrancaba las tejas, vi estrellarse un pájaro contra un árbol, cayó como un pañuelo fíjate: la pimienta por favor.

Entonces (se llevaban la fuente vacía) pensás seguir hasta Dinamarca siempre así, ¿pero tenés un poco de plata o qué? Claro que voy a seguir, ¿no comes la lechuga?, pásamela entonces, todavía tengo hambre, una manera de plegar las hojas con el tenedor y masticarlas despacio canturreándoles Shepp con de cuando en cuando una burbujita plateada plop en los labios húmedos, boca bonita recortada terminando justo donde debía, esos dibujos del renacimiento, Florencia en otoño con Marlene, esas bocas que pederastas geniales habían amado tanto, sinuosamente sensuales sutiles etcétera, se te está yendo a la cabeza este Riesling sesenta y cuatro, escuchándola entre mordiscos y canturreos no sé cómo acabé filosofía en Santiago, quisiera leer muchas cosas, es ahora que tengo que empezar a leer. Previsible, pobre osita tan contenta con su lechuga y su plan de tragarse Spinoza en seis meses mezclado con Allen Ginsberg y otra vez Shepp: cuánto lugar común desfilaría hasta el café (no olvidarse de darle la aspirina, si me empieza a estornudar es un problema, mocosa con el pelo mojado la cara toda flequillo pegado la lluvia manoteándola al borde del camino) pero paralelamente entre Shepp y el fin del gulasch todo iba como girando de a poco, cambiando, eran las mismas frases y Spinoza o Copenhague y a la vez diferente, Lina ahí frente a él partiendo el pan bebiendo el vino mirándolo contenta, lejos y cerca al mismo tiempo, cambiando con el giro de la noche, aunque lejos y cerca no era una explicación, otra cosa, algo como una mostración, Lina mostrándole algo que no era ella misma pero entonces qué, decime un poco. Y dos tajadas al hilo de gruyere, por qué no comes, Marcelo, es riquísimo, no comiste nada, tonto, todo un señor como tú, porque tú eres un señor, ¿no?, y ahí fumando mando mando mando sin comer nada, oye, y un poquito más de vino, tú querrías, ¿no?, porque con este queso te imaginas, hay que darle una bajadita de nada, anda, come un poco: más pan, es increíble lo que como de pan, siempre me vaticinaron gordura, lo que oyes, es cierto que ya tengo barriguita, no parece pero sí, te juro, Shepp.

Inútil esperar que hablara de cualquier cosa sensata y por qué esperar (porque tú eres un señor, ¿no?), osezna entre las flores del postre mirando deslumbrada y a la vez con ojos calculadores el carrito de ruedas lleno de tortas compotas merengues, barriguita, sí, le habían vaticinado gordura, sic, ésta con más crema, y por qué no te gusta Copenhague, Marcelo. Pero Marcelo no había dicho que no le gustara Copenhague, solamente un poco absurdo eso de viajar en plena lluvia y semanas y mochila para lo más probablemente descubrir que los hippies ya andaban por California, pero no te das cuenta que no importa, te dije que no los conozco, les llevo unos dibujos que me dieron Cecilia y Marcos en Santiago y un disquito de Mothers of lnvention, ¿aquí no tendrán un tocadiscos para que te lo ponga?, probablemente demasiado tarde y Kindberg, date cuenta, todavía si fueran violines gitanos pero esas madres, che, la sola idea, y Lina riéndose con mucha crema y barriguita bajo pull-over negro, los dos riéndose al pensar en las madres aullando en Kindberg, la cara del hotelero y ese calor que hacía rato reemplazaba la cosquilla en el estómago, preguntándose si no se haría la difícil, si al final la espada legendaria en la cama, en todo caso el rollo de la almohada y uno de cada lado barrera moral espada moderna, Shepp, ya está, empezás a estornudar, tomá la aspirina que ya traen el café, voy a pedir coñac que activa el salicílico, lo aprendí de buena fuente. Y en realidad él no había dicho que no le gustara Copenhague pero la osita parecía entender el tono de su voz más que las palabras, como él cuando aquella maestra de la que se había enamorado a los doce años, que importaban las palabras frente a ese arrullo, eso que nacía de la voz como un deseo de calor, de que lo arroparan y caricias en el pelo, tantos años después el psicoanálisis: angustia, bah, nostalgia del útero primordial, todo al fin y al cabo desde el vamos flotaba sobre las aguas, lea la Biblia, cincuenta mil pesos para curarse de los vértigos y ahora esa mocosa que le estaba como sacando pedazos de sí mismo, Shepp, pero claro, si te la tragas en seco cómo no se te va a pegar en la garganta, bobeta. Y ella revolviendo el café, de golpe levantando unos ojos aplicados y mirándolo con un respeto nuevo, claro que si le empezaba a tomar el pelo se lo iba a pagar doble pero no, de veras Marcelo, me gustas cuando te pones tan doctor y papá, no te enojes, siempre digo lo que no tendría que, no te enojes, pero si no me enojo, pavota, sí te enojaste un poquito porque te dije doctor y papá, no era en ese sentido pero justamente se te nota tan bueno cuando me hablas de la aspirina y fíjate que te acordaste de buscarla y traerla, yo ya me había olvidado, Shepp, ves cómo me hacía falta, y eres un poco cómico porque me miras tan doctor, no te enojes, Marcelo, qué rico este coñac con el café, qué bien para dormir, tú sabes que. Y sí, en la carretera desde las siete de la mañana, tres autos y un camión, bastante bien en conjunto salvo la tormenta al final pero entonces Marcelo y Kindberg y el coñac Shepp. Y dejar la mano muy quieta, palma hacia arriba sobre el mantel lleno de miguitas cuando él se la acarició levemente para decirle que no, que no estaba enojado porque ahora sabía que era cierto, que de veras la había conmovido ese cuidado nimio, el comprimido que él había sacado del bolsillo con instrucciones detalladas, mucha agua para que no se pegara en la garganta, café y coñac; de golpe amigos, pero de veras, y el fuego debía estar entibiando todavía más el cuarto, la camarera ya habría plegado las sábanas como sin duda siempre en Kindberg, una especie de ceremonia antigua, de bienvenida al viajero cansado, a las oseznas bobas que querían mojarse hasta Copenhague y después, pero qué importa después, Marcelo, ya te dije que no quiero atarme, noquiero-noquiero, Copenhague es como un hombre que encuentras y dejas (ah), un día que pasa, no creo en el futuro, en mi familia no hablan más que del futuro, me hinchan los huevos con el futuro, y a él también su tío Roberto convertido en el tirano cariñoso para cuidar de Marcelito huérfano de padre y tan chiquito todavía el pobre, hay que pensar en el mañana m'hijo, la jubilación ridícula del tío Roberto, lo que hace falta es un gobierno fuerte, la juventud de hoy no piensa más que en divertirse, carajo, en mis tiempos en cambio, y la osezna dejándole la mano sobre el mantel y por qué esa succión idiota, ese volver a un Buenos Aires del treinta o del cuarenta, mejor Copenhague, che, mejor Copenhague y los hippies y la lluvia al borde del camino, pero él nunca había hecho stop, prácticamente nunca, una o dos veces antes de entrar en la universidad, después ya tenía para ir tirando, para el sastre, y sin embargo hubiera podido aquella vez que los muchachos planeaban tomarse juntos un velero que tardaba tres meses en ir a Rotterdam, carga y escalas y total seiscientos pesos o algo así, ayudando un poco a la tripulación, divirtiéndose claro que vamos, en el café Rubí del Once, claro que vamos, Monito, hay que juntar los seiscientos gruyos, no era fácil, se te va el sueldo en cigarrillos y alguna mina, un día ya no se vieron más, ya no se hablaba del velero, hay que pensar en el mañana, m'hijo, Shepp. Ah, otra vez; vení, tenés que descansar, Lina. Sí doctor, pero un momentito apenas más, fíjate que me queda este fondo de coñac tan tibio, pruébalo, sí, ves cómo está tibio. Y algo que él había debido decir sin saber qué mientras se acordaba del Rubí porque de nuevo Lina con esa manera de adivinarle la voz, lo que realmente decía su voz más que lo que le estaba diciendo que era siempre idiota y aspirina y tenés que descansar o para qué ir a Copenhague por ejemplo cuando ahora, con esa manita blanca y caliente bajo la suya, todo podía llamarse Copenhague, todo hubiera podido llamarse velero si seiscientos pesos, si huevos, si poesía. Y Lina mirándolo y después bajando rápido los ojos como si todo eso estuviera ahí sobre la mesa, entre las migas, ya basura del tiempo, como si él le hubiera hablado de todo eso en vez de repetirle vení, tenés que descansar sin animarse al plural más lógico, vení vamos a dormir, y Lina que se relamía y se acordaba de unos caballos (o eran vacas, le escuchaba apenas el final de la frase), unos caballos cruzando el campo como si algo los hubiera espantado de golpe: dos caballos blancos y uno alazán, en el fundo de mis tíos no sabes lo que era galopar por la tarde contra el viento, volver tarde y cansada y claro los reproches, machona, ya mismo, espera que termino este traguito y ya, ya mismo, mirándolo con todo el flequillo al viento como si a caballo en el fundo, soplándose en la nariz porque el coñac tan fuerte, tenía que ser idiota para plantearse problemas cuando había sido ella en el gran corredor negro, ella chapoteando y contenta y dos piezas qué tontería, pide una sola, asumiendo por supuesto todo el sentido de esa economía, sabiendo y a lo mejor acostumbrada y esperando eso al acabar cada etapa, pero y si al final no era así puesto que no parecía, así, si al final sorpresas, la espada en la mitad de la cama, si al final bruscamente en el canapé del rincón, claro que entonces él, un caballero, no te olvides de la chalina, nunca vi una escalera tan ancha, seguro que fue un palacio, hubo condes que daban fiestas con candelabros y cosas, y las puertas, fíjate esa puerta, pero si es la nuestra, pintada con ciervos y pastores, no puede ser. Y el fuego, las rojas salamandras huyentes y la cama abierta blanquísima enorme y las cortinas ahogando las ventanas, ah qué rico, qué bueno, Marcelo, cómo vamos a dormir, espera que por lo menos te muestre el disco, tiene una tapa preciosa, les va a gustar, lo tengo aquí en el fondo con las cartas y los planos, no lo habré perdido, Shepp. Mañana me lo mostrás, te estás resfriando de veras, desvestite rápido, mejor apago así vemos el fuego, oh sí Marcelo, qué brasas, todos los gatos juntos, mira las chispas, se está bien en la oscuridad, da pena dormir, y él dejando el saco en el respaldo de un sillón, acercándose a la osezna acurrucada contra la chimenea, sacándose los zapatos junto a ella, agachándose para sentarse frente al fuego, viéndole correr la lumbre y las sombras por el pelo suelto, ayudándola a soltarse la blusa, buscándole el cierre del sostén, su boca ya contra el hombro desnudo, las manos yendo de caza entre las chispas, mocosa chiquita, osita boba, en algún momento ya desnudos de pie frente al fuego y besándose, fría la cama y blanca y de golpe ya nada, un fuego total corriendo por la piel, la boca de Lina en su pelo, en su pecho, las manos por la espalda, los cuerpos dejándose llevar y conocer y un quejido apenas, una respiración anhelosa y tener que decirle porque eso sí tenía que decírselo, antes del fuego y del sueño tenía que decírselo, Lina, no es por agradecimiento que lo haces, ¿verdad?, y las manos perdidas en su espalda subiendo como látigos a su cara, a su garganta, apretándolo furiosas, inofensivas, dulcísimas y furiosas, chiquitas y rabiosamente hincadas, casi un sollozo, un quejido de protesta y negación, una rabia también en la voz, cómo puedes, cómo puedes Marcelo, y ya así, entonces sí, todo bien así, perdoname mi amor perdoname tenía que decírtelo perdoname dulce perdoname, las bocas, el otro fuego, las caricias de rosados bordes, la burbuja que tiembla entre los labios, fases del conocimiento, silencios en que todo es piel o lento correr de pelo, ráfaga de párpado, negación y demanda, botella de agua mineral que se bebe del gollete, que va pasando por una misma sed de una boca a otra, terminando en los dedos que tantean en la mesa de luz, que encienden, hay ese gesto de cubrir la pantalla con un slip, con cualquier cosa, de dorar el aire para empezar a mirar a Lina de espaldas, a la osezna de lado, a la osita boca abajo, la piel liviana de Lina que le pide un cigarrillo, que se sienta contra las almohadas, eres huesudo y peludísimo, Shepp, espera que te tape un poco si encuentro la frazada, mírala ahí a los pies, me parece que se le chamuscaron los bordes, Shepp.

Después el fuego lento y bajo en la chimenea, en ellos, decreciendo y dorándose, ya el agua bebida, los cigarrillos, los cursos universitarios eran un asco, me aburría tanto, lo mejor lo fui aprendiendo en los cafés, leyendo antes del cine, hablando con Cecilia y con Pirucho, y él oyéndola, el Rubí, tan parecidamente el Rubí veinte años antes, Arlt y Rilke y Eliot y Borges, sólo que Lina sí, ella sí en su velero de auto-stop, en sus singladuras de Renault o de Volkswagen, la osezna entre hojas secas y lluvia en el flequillo, pero por qué otra vez tanto velero y tanto Rubí, ella que no los conocía, que no había nacido siquiera, chilenita mocosa vagabunda Copenhague, por qué desde el comienzo, desde la sopa y el vino blanco ese irle tirando a la cara sin saberlo tanta cosa pasada y perdida, tanto perro enterrado, tanto velero por seiscientos pesos, Lina mirándolo desde el semisueño, resbalando en las almohadas con un suspiro de bicho satisfecho, buscándole la cara con las manos, tú me gustas huesudo, tú ya leíste todos los libros, Shepp, quiero decir que contigo se está bien, estás de vuelta, tienes esas manos grandes y fuertes, tienes vida detrás, tú no eres viejo. De manera que la osezna lo sentía vivo a pesar de, más vivo que los de su edad, los cadáveres de la película de Romero y quién sería ése debajo del flequillo donde el pequeño teatro resbalaba ahora húmedo hacia el sueño, los ojos entornados y mirándolo, tomarla dulcemente una vez más, sintiéndola y dejándola a la vez, escuchar su ronrón de protesta a medias, tengo sueño, Marcelo, así no, sí mi amor, sí, su cuerpo liviano y duro, los muslos tensos, el ataque devuelto duplicado sin tregua, no ya Marlene en Bruselas, las mujeres como él pausadas y seguras, con todos los libros leídos, ella la osezna, su manera de recibir su fuerza y contestarla pero después, todavía en el borde de ese viento lleno de lluvia y gritos resbalando a su vez al semisueño, darse cuenta de que también eso era velero y Copenhague, su cara hundida entre los senos de Lina era la cara del Rubí, las primeras noches adolescentes con Mabel o con Nélida en el departamento prestado del Monito, las ráfagas furiosas y elásticas y casi enseguida por qué no salimos a dar una vuelta por el centro, dame los bombones, si mamá se entera. Entonces ni siquiera así, ni siquiera en el amor se abolía ese espejo hacia atrás, el viejo retrato de sí mismo joven que Lina le ponía por delante acariciándolo y Shepp y durmámonos ya y otro poquito de agua por favor; como haber sido ella, desde ella en cada cosa, insoportablemente absurdo irreversible y al final el sueño entre las últimas caricias murmuradas y todo el pelo de la osezna barriéndole la cara como si algo en ella supiera, como si quisiera borrarlo para que se despertara otra vez Marcelo, como se despertó a las nueve y Lina en el sofá se peinaba canturreando, vestida ya para otra carretera y otra lluvia. No hablaron mucho, fue un desayuno breve y había sol, a muchos kilómetros de Kindberg se pararon a tomar otro café, Lina cuatro terrones y la cara como lavada, ausente, una especie de felicidad abstracta, y entonces tú sabes, no te enojes, dime que no te vas a enojar, pero claro que no, decime lo que sea, si necesitas algo, deteniéndose justo al borde del lugar común porque la palabra había estado ahí como los billetes en su cartera, esperando que los usaran y ya a punto de decirla cuando la mano de Lina tímida en la suya, el flequillo tapándole los ojos y por fin preguntarle si podía seguir otro poco con él aunque ya no fuera la misma ruta, qué importaba, seguir un poco más con él porque se sentía tan bien, que durara un poquito más con este sol, dormiremos en un bosque, te mostraré el disco y los dibujos, solamente hasta la noche si quieres, y sentir que sí, que quería, que no había ninguna razón para que no quisiera, y apartar lentamente la mano y decirle que no, mejor no, sabes, aquí vas a encontrar fácil, es un gran cruce, y la osezna acatando como bruscamente golpeada y lejana, comiéndose cara abajo los terrones de azúcar, viéndolo pagar y levantarse y traerle la mochila y besarla en el pelo y darle la espalda y perderse en un furioso cambio de velocidades, cincuenta, ochenta, ciento diez, la ruta abierta para los corredores de materiales prefabricados, la ruta sin Copenhague y solamente llena de veleros podridos en las cunetas, de empleos cada vez mejor pagados, del murmullo porteño del Rubí, de la sombra del plátano solitario en el viraje, del tronco donde se incrustó a ciento sesenta con la cara metida en el volante como Lina había bajado la cara porque así la bajan las ositas para comer el azúcar.

Para seguir leyendo :  La página de Julio Cortázar          
Literatura.Org (Breve reseña, cuentos, galería de fotos)
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Poema, de Último round

" Te amo por ceja, por cabello, te debato en corredores
blanquísimos donde se juegan las fuentes de la luz,
te discuto a cada nombre, te arranco con delicadeza de cicatriz,
voy poniéndote en el pelo cenizas de relámpago y
cintas que dormían en la lluvia.
No quiero que tengas una forma, que seas
precisamente lo que viene detrás de tu mano,
porque el agua, considera el agua, y los leones
cuando se disuelven en el azúcar de la fábula,
y los gestos, esa arquitectura de la nada,
encendiendo sus lámparas a mitad del encuentro.
Todo mañana es la pizarra donde te invento y te dibujo,
pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con ese
pelo lacio, esa sonrisa.
Busco tu suma, el borde de la copa donde el vino
es también la luna y el espejo,
busco esa línea que hace temblar a un hombre en
una galería de museo.
Además te quiero, y hace tiempo y frío.
"