Un sillón de terciopelo verde, un hombre que lee una novela, un ventanal que da al bosque de robles, una amenaza, un relato dentro de otro que se multiplica hasta el infinito. Nos pareció una buena metáfora, un buen nombre para un taller de lectura. Además de un homenaje a Cortázar y a su magnifico cuento "Continuidad de los parques". Así que recostémonos en este cómodo sillón y comencemos nuestra tarea placentera libro en mano.

Discurso de Vargas Llosa ante el premio Nobel de Literatura

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Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
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Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la
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sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
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En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
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De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y
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los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con
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toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.
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Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón,
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en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme
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libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La
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escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
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Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.


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Mario Vargas Llosa: Elogio de la lectura y la ficción
Discurso Nobel
7 diciembre de 2010

El rastro de tu sangre en la nieve, Gabriel García Márquez

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.

Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:-Merde! Allez-vous-en!

Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.

-¿Es algo grave? -preguntó.

-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.

Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.

Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.

-Los he visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.

En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. "Suena como un buque", había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. "No me importa qué instrumento toques" -le decía- "con tal de que lo toques con las piernas cerradas". Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.

Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.

De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.

La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.

-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.

En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.

Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.

Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.

-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.

Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.

-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.

Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.

-Los machos no comen dulces -dijo.

Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.

-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.

Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.

-Ya será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.

-Es la primera vez que me fallas -dijo él.

-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.

Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto natural. "Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.

-Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?

No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.

-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.

Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.

Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer­Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.

Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida.

-No te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.

El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.

-No, muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.

Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.

-Usted no -le dijo-. Va para cuidados intensivos.

Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.

-Doctor -le dijo-. Ella está encinta.

-¿Cuánto tiempo?

-Dos meses.

El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.

Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.

Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero: "Hotel Nicole". Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.

A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.

Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza.

Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.

Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.

Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.

Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.

-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.

Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.

Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.

El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.

Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.

-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo.

Billy Sánchez se quedó perplejo.

-En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.

Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.

Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.


Fuente: Ciudad Seva

Jorge Luis Borges: Funes el Memorioso (Imaginantes)

Acerca del rol del lector y los límites de la interpretación

“Un texto puede prever un lector con derecho a intentar infinitas conjeturas”, ¿cómo demostrar una conjetura acerca de la intentio operis?, pregunta Eco, y responde:
 La única forma es cotejarla con el texto como un todo coherente. También esta idea es vieja y procede de San Agustín: cualquier interpretación dada de cierto fragmento de un texto puede aceptarse si se ve confirmada –y debe rechazarse si se ve refutada- por otro fragmento de ese mismo texto. En ese sentido la coherencia textual interna controla los de otro modo incontrolables impulsos del lector.
En Los límites de la interpretación (1998), lo dice asi:
La iniciativa del lector consiste en formular una conjetura sobre la intención de la obra. Esta conjetura debe ser aprobada por el conjunto del texto como un todo orgánico. Esto no significa que sobre un texto se pueda formular una y sólo una conjetura interpretativa. En principio pueden formular infinitas. Pero al final, las conjeturas deberán ser aprobadas sobre la coherencia del texto, y la coherencia textual no podrá sino desaprobar algunas conjeturas aventuradas.
La crítica literaria, y obviamente quien la hace, es muchas veces rechazada, no agrada. Lo que digo ahora no es en su defensa porque particularmente no pienso que la necesite aunque sea, en ocasiones, rehusada (dentro del tema literario muchas cosas lo son y su por qué es problema de la Teoría de la recepción). Lo que sí me interesa señalar, es que así como hay escritores malos los hay buenos, de igual forma así como hay críticos literarios malos los hay buenos. El escritor sin el lector ¿qué sentido tendría? y viceversa, sin obra no habría lector. El crítico literario ante todo es un lector y su lectura plasmada en escritura es un ensayo, es literatura. Que puede gustar o no, es cierto, como igualmente es cierto el que puede gustar o no una novela o un cuento de un autor.

Recuerdo ahora unas palabras de
Alberto Ruy Sánchez: "El ensayo es una memoria cifrada, la bitácora afectiva de una errancia: un recuerdo reflexivo de aquello que la vida depara a quien no puede escribir sino combinando su sabor con su saber. Sabor y saber: fórmula que le encantaba usar casi como emblema al ensayista Roland Barthes, porque para él esa combinación era la clave del ensayo verdaderamente literario. Donde el saber toma sabor aparece el escritor y desaparece el escribano".
Señalamientos de Eco:
¿Tenemos derecho a preguntar cuál fue la “verdadera” intención de Wordsworth al escribir sus poemas de “Lucy”? Mi idea de la interpretación textual como una estrategia encaminada a producir un lector modelo concebido como el correlato ideal de un autor modelo (que aparece sólo como una estrategia textual) convierte en radicalmente inútil la noción de la intención de un autor empírico. Tenemos que respetar al texto , no el autor como persona de carne y hueso. No obstante, puede parecer demasiado crudo eliminar al pobre autor como algo irrelevante para la historia de la interpretación. Hay en el proceso de comunicación casos en que una inferencia sobre la intención del hablante es de capital importancia, como ocurre siempre en la comunicación de cada día. Un anónimo que diga “Soy feliz” puede referirse a una infinita gama de posibles sujetos de la enunciación, es decir, a toda clase de personas que no se consideran tristes; pero, si, en este preciso momento, pronuncio la frase “Soy feliz” es absolutamente cierto que mi intención es decir que el feliz soy yo y no otro, y ustedes están invitados a hacer tal presuposición, en bien de la “felicidad” de nuestra interacción. ¿Podemos (de modo similar) tener en cuenta casos de interpretación de textos escritos ante los cuales el autor empírico, aun vivo, reacciona diciendo “No, no he querido decir eso”? 

Notas y aclaraciones:

Lector Modelo: el capaz de participar en la actualización de las intenciones que el enunciado contiene virtualmente –cooperación textual-. La cooperación textual es un fenómeno que se realiza entre dos estrategias discursivas, no entre dos sujetos individuales. Autor Modelo y Lector Modelo, se entenderán como tipos de estrategia textual.

El
autor empírico: quien escribe la novela o el cuento (el escritor, que no es el autor modelo). También en Seis paseos por los bosques narrativos lo explica visiblemente:
El lector modelo de primer nivel desea saber cómo acaba la historia. El lector modelo de segundo nivel se pregunta en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta y quiere descubrir cómo procede el autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. Para saber cómo acaba la historia basta, por lo general, leer una sóla vez. Para reconocer al autor modelo es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas una e infinitas veces. Sólo cuando los lectores empíricos hayan descubierto al autor modelo y hayan entendido (o incluso solamente empezado a comprender) lo que "Ello" quería de ellos, ellos se habrán convertido en el lector modelo ideal. Lector Modelo: el capaz de participar en la actualización de las intenciones que el enunciado contiene virtualmente –cooperación textual-. La cooperación textual es un fenómeno que se realiza entre dos estrategias discursivas, no entre dos sujetos individuales. Autor Modelo y Lector Modelo, se entenderán como tipos de estrategia textual.

Textos leídos en el taller . Selección de fragmentos

Reanimada por la brisa me acerqué a ella, le pregunté su nombre, y el canto lánguido del heladero me provocó el deseo de invitarla. Norita, que así se llamaba, fue dejando poco a poco su aspecto retraído y algo turbado, y yo comencé a sosegarme. Así fue que apaciguando el calor de la mañana con helados, y sentadas en la frescura del escalón de mármol de una casa cualquiera, conversamos durante horas.

Adriana Romero Bentos, El corazón de piedra verde (cuento fragmento)

Selección: Ana María Paganini

"Se acordó de cuando era niño, cuando su madre y él  y los demás niños iban Chatanoogga en el ferrocarril de Tennessee. Su madre siempre se ponía a conversar con los demás pasajeros. Era como un viejo perro de caza al que acababan de soltar y salía corriendo, olía cada piedra y cada palo y olfateaba alrededor de cada objeto con el que se encontraba."

El Tren, Flannery O´Connor

Selección: Nelly Lang


“Un diálogo que sostenía consigo misma.:

¿Estas haciendo algo.?
Si, estoy: estoy siendo triste.
¿No te molesta estar sola?
No,pienso.

A veces no pensaba . A veces se quedaba solo siendo. No necesitaba hacer. Ser era ya un hacer: Podía ser lentamente o un poco de prisa.”

Clarice Lispector, La partida del tren
Selección: Susana D´Angelo



 Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos..
      El hombre yacía en la cama...

William Faulkner, Una rosa para Emilia
Selección: Ana Borensztein

Un regalo de Julio para los lectores

Mi conducta de lector, tanto en mi juventud como en la actualidad, es profundamente humilde. Es decir, te va a parecer quizá ingenuo y tonto, pero cuando yo abro un libro lo abro como puedo abrir un paquete de chocolate, o entrar en el cine, o llegar por primera vez a la cama de una mujer que deseo; es decir, es una sensación de esperanza, de felicidad anticipada, de que todo va a ser bello, de que todo va a ser hermoso.

Julio Cortázar

Patricia Highsmith, La coartada perfecta

La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable.
Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio. Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer, empujando ligeramente al hombre.
Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la pistola disparó.
Una mujer chilló.
Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo.
La multitud había retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.
-¡Le han disparado! -gritó alguien.
-¿Quién?
-¿Dónde?
La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido George.
-¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina.
Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj. Exactamente las 5:54.
Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora, mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que tenía delante.
Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección.
Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de George- sí lo harían. George tenía tan pocos amigos.
Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger algo para envolverlo antes de poder tirarlo.
Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.
Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de Mary.
Respondió al tercer timbrazo.
-Hola, Mary -dijo-. Hola. Ya está hecho.
Un segundo de vacilación.
-¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás...
No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono.
-Te quiero. Cuídate, querida -dijo con voz ausente.
-¡Oh, Howard! -Se echó a llorar.
-Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos. -Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No me menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que no-. ¿Has entendido, Mary?
-Sí -dijo ella, con un hilo de voz.
-No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía!
-Está bien.
-¡Prométemelo!
-De acuerdo.
Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla.
Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había pensado en encender el fuego.
Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía.
Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida.
Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus citas..., pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.
Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»
George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del horno.
Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo.
-Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño.
-¡Quiero casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle comprender que haría cualquier cosa por ella.
-Yo también te quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva. Howard había decidido seguirla...
Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto.
Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y más ardiente.
Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación.
El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho.
Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar en ella.
Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos...
Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él. De pronto empezó a temblar.
-¿Quién es? -preguntó.
-La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno A?
Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo:
-Yo soy Howard Quinn.
Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación.
-Supongo que sabe usted por qué estamos aquí -dijo el agente más alto-. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que venga con nosotros-. Miró fijamente a Howard. No era una mirada amistosa.
Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.
-Está bien -dijo.
El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.
-¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela?
-Sólo un viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard.
Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.
Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.
Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!
El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un alto escritorio, como un juez.
-Howard Quinn -anunció uno de los policías.
El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con interés.
-Howard Quinn. El joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica-. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?
-Sí.
-¿Y a George Frizell?
-Sí -murmuró Howard.
-Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?
Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación.
-¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil.
-Sí -Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano.
-Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde fuera?
Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.
-Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard.
-¿Oh? -dijo el capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa?
Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía.
-¿Qué ropa estaba quemando? -preguntó el capitán.
Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.
-Señor Quinn -dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?
Howard alzó la vista hacia él, sin comprender.
-¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con voz más fuerte aún.
Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo!
-Yo... no...
-Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño fruncido-. Creo que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo hubiéramos atrapado nunca.
Howard comprendió de pronto.
La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la vista al furioso rostro del capitán.
-Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita.
-Llévenlo al hospital -dijo el capitán a los dos policías-. Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?
El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard.
-¿Puedo hacer una llamada telefónica?
El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared.
Howard buscó el número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther.
-Hola, señor Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero?
-Traeré el cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.
Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado aguardando.
Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor.
El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que parecían extremadamente cansados.
-Señor Rosasco -dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló.
El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.
-Lo siento mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de su coche se ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las arreglaría con algunos préstamos.
El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes.
El agente que los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro.
-¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco?
El señor Rosasco negó con la cabeza.
-No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba sobre mí -dijo lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna...
Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente grande.
-Era un coche verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo-. Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.
-No, era un coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco.
-No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn?
Howard asintió una sola vez, rígido.
-A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo alegremente el policía al señor Rosasco.
Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un poco.
-Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más bajo-. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.
Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados.
El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada...
Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.
-¿Qué es todo esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga?
Howard asintió, con rostro avergonzado.
-No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme... pero no lo hice.
El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal, pensó Howard.
-Bien, ya les he dado el cheque de su fianza -dijo.
-Gracias, señor.
Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un rostro delgado.
-Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?
-Sí.
-¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte?
-Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.
-¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?
-Lo hice -admitió Howard.
El detective asintió con la cabeza.
-¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos dieciocho minutos?
El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas.
-No -dijo.
-Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted.
El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective.
-Eso simplemente no es cierto.
El detective se encogió de hombros.
-Está muy histérica. Pero también está muy segura.
-¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las cinco. Tomé el coche... -Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba hundiendo... Mary.
-Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective.
-Sí -respondió Howard-. No puedo..., ella tiene que estar...
-¿Quería usted apartar a Frizell del camino?
-Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto! -balbuceó.
-Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro?
-No. Por supuesto que no.
-¿No estaba usted celoso de George Frizell?
-En absoluto.
Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación.
-¿No? -preguntó, sarcástico.
-Escuche, Shaw -dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie detrás de su escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él.
-¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective.
-No, no lo sé.
-El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un sobretodo?
Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento.
-Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario.
El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard.
-Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?
-No -dijo Howard.
-¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara de él?
-No -Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró.
-¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el camino?
-Shaw, eso es imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas! ¡Enfréntate a ello!
El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.
-¿Trabaja usted para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia el señor Luther.
-Sí.
-¿A qué se dedica?
-Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. -Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se mantenía..., como un muro de piedra.
-Muy bien -dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán-. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. -Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.
Howard lo miró con el ceño fruncido.
-No, nunca lo había visto antes.
El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.
-Puede que deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa.
Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.
-¿Quién es George Frizell? -preguntó el señor Luther.
Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido.
-Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.
-¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella?
Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.
-¿Es la que lo ha acusado?
-Sí -dijo Howard.
La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su brazo.
-Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos?
Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta.
-Ella estará probablemente muy trastornada -dijo el señor Luther-. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto?
Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible.
-Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre.
-Tengo que llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina telefónica. Estallaría.
-¿Diga? -Era la voz de Mary, apagada y carente de vida.
-Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía?
-Se lo conté todo -dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo.
-¡Mary!
-Te odio.
-¡Mary, no lo dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía.
-Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio.
Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran en su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó.
Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras Howard telefoneaba.
-La gente tiene que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La gente tiene que pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló con la señorita Purvis?
-No pude comunicarme con ella -dijo Howard.
Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco desde allá hasta coger su coche.
Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.
Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.
Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento.
Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también.
Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía...
Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.
Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.
El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz.
Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció.
La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.




Acerca de la autora: Nació con el nombre de Mary Patricia Plangman en Fort Worth, Texas. Sus padres se divorciaron cinco meses antes de nacer Patricia y no conoció a su padre hasta los doce años. A raíz del divorcio, su madre y con ella Patricia se trasladaron a Greenwich Village, en Nueva York. Durante los primeros años de vida fue educada por su abuela materna, Willi Mae. En 1924 su madre se casó con Stanley Highsmith, del que Patricia tomaría el apellido.

La joven Highsmith mantuvo una relación intensa y complicada con su madre y con su padrastro. Según contó la propia Patricia Highsmith, su madre le confesó que durante su embarazo había tratado de abortar bebiendo aguarrás. Highsmith nunca superó esta relación de amor y odio, que la acompañó durante el resto de su vida y que llegó a convertir en ficción en el cuento "The Terrapin," en el cual un joven apuñala a su madre.

Su vocación por la escritura fue tempranísima; fue una voraz lectora, preocupada sobre todo por cuestiones relacionadas con la culpa, la mentira y el crimen, que más adelante serían los temas centrales en su obra. A los ocho años descubrió el libro de Karl Menninger La mente humana y quedó fascinada por los casos que describía de pacientes afligidos por enfermedades mentales. Los análisis de este autor sobre las conductas anormales influyeron en su percepción de los personajes literarios.

Empezó a escribir gruesos volúmenes desde los 16 años hasta su muerte con ideas sobre relatos y novelas, así como diarios. Todo este material se conserva en los Archivos Literarios Suizos, en Berna.

Se graduó en 1942 en el Barnard College, donde estudió literatura inglesa, latín y griego. En 1943 empezó a trabajar para la editorial Fawcett haciendo sinopsis de comics y en esa época descubre su homosexualidad, tema que tratará más adelante cuando en 1952 aparezca bajo el pseudónimo de Claire Morgan su novela El precio de la sal.[1] Trata de la problemática historia de amor entre dos mujeres, con un final feliz insólito para la época. Treinta y tantos años después la reimprimió con el título de Carol y descubriendo que era ella la verdadera autora, revelando en su epílogo las comprensibles razones del anonimato inicial. Finalizaba con estas palabras: "Me alegra pensar que este libro le dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".

A los 22 años comenzó a escribir su primera novela The click of the shutting, nunca publicada. En 1945, tras una breve estancia en México de cinco meses, surgen los cuentos "En la Plaza", escrito en Taxco, estado de Guerrero, y "El coche".

Publicó su primer cuento a los 24 años en la revista Harper´s Bazaar. En 1950 publica su primera novela, Strangers on a train, por la que saltaría a la fama un año después con la adaptación al cine de Alfred Hitchcock.

El pesimismo de sus historias y la crueldad materialista de sus análisis éticos fueron mal acogidos en Estados Unidos, pero no en Europa, y como sus ideas políticas de sesgo comunista contrariaban al american way of life, abandonó el Nuevo Mundo y se trasladó para siempre a Europa en 1963. Residió en East Anglia (Reino Unido) y en Francia, y sus últimos años los pasó en Tegna al oeste de Locarno (Suiza), donde falleció el 4 de febrero de 1995.